21 jul 2012

Melancolía / Melancholia, de Lars von Trier

Con su más reciente filme, Lars Von Trier vuelve a romper los esquemas y desafiar los géneros, con resultado impactante

Miguel Cane



Se dice que Lars Von Trier (Kongens, 1956) es un genio. Que es un loco. Que es un imbécil: es muy probable que, dadas las circunstancias que las avalan, las tres cosas sean en mayor o menor proporción, ciertas. Si bien lo único que salta a la vista, que trasciende al autor, es la naturaleza compleja y mutante de su obra. Desde su desconcertante debut a los veintiocho años con El elemento del crimen, a la espléndida Europa, pasando por auténticas obras maestras como Rompiendo las olas y Dogville, que rompieron paradigmas de lenguaje cinematográfico a nivel creador/espectador, a meros ejercicios en provocación y agrura emocional (véase, si se arriesga, Los idiotas, Bailando en la oscuridad y más recientemente Anticristo).



Este hombre ha sido de todo y sin medida: de ahí que, rodeada de polémica desde su estreno en Cannes este año – donde Tíito Lars se puso a decir, frente a toda la prensa internacional ahí reunida, algunas vaciladas frivoloides sobre la estética del nazismo que ofendieron a plétora de sensibilidades, lo que devino en que fuera señalado persona non grata por el festival cuya teta antaño mamara con tanta gloria, si bien esto no impidió que su leading lady, Kirsten Dunst obtuviera el premio a mejor actriz –, Melancolía no es la excepción a la regla en su canon. Es lo mismo un estremecedor psicodrama sobre la manifestación tangible del temperamento depresivo y cómo éste paraliza a una joven creativa publicitaria, obligándola a sumirse en un profundo estado de anhedonia; que la pelicula de ficción especulativa con temática apocalíptica más hermosa que se haya filmado nunca.



Tableau: una hermosa joven vestida de novia flota sobre el agua, entre flores, hacia la nada. Y antes: se acaba el oxigeno y las aves caen, dejan vacío el cielo, mientras la misma joven novia nos contempla con algo parecido a la compasión. O después: una joven madre corre a cámara lenta, con su pequeño hijo en brazos, en un intento visceral, de escapar de lo inevitable. O bien: un hermoso purasangre se desploma en cámara lenta, como un juguete abandonado. Estas son las imágenes que, conjuntadas con obras de arte auténticas como Ofelia de JM Millais (pieza emblemática del movimiento PreRafaelista) y la arrobadora Los Cazadores en la Nieve de Brueghel, utiliza Von Trier como paleta para plasmar su filme, sublime y demoledor, del mismo modo en que es candoroso y lleno de un inexplicable pudor.



En lugar de mostrarnos el fin del mundo en Cosmópolis como L.A. o New York – usted diría, “el cliche que yo ya ví” -- opta por sacarnos de la realidad para llevarnos a Marienbad (o casi, si bien el guiño amorosísimo a Resnais está presente de manera casi orgánica en toda la ambientación): estamos en una palaciega mansión a orillas del mar, invitados a la fastuosa boda de Justine (la Dunst, radiante de carisma) con el guapo y altote Michael (Alexander Skarsgård, el vampiro vikingo de True Blood). Los anfitriones de la boda son la hermana y cuñado de Justine, Claire (Charlotte Gainsbourg) y el pedante aunque bien intencionado milloneta John (Kiefer Sutherland, muy lejos de Jack Bauer y más cerca de los poderes de persuasión de su santo padre). Los contenciosos padres de la novia son Dexter (John Hurt) y su ex mujer Gaby (Charlotte Rampling), quienes dan un contrapunto al primer acto de la trama: es, de hecho, la formidable Rampling, quien tiene los mejores diálogos de la cinta: su breve pero contundente brindis sirve como el lema de la cinta, lo que encapsula su verdadera esencia: “Disfrútenlo mientras puedan.” La frase encierra el simbolismo que cultiva Von Trier en los dos arcos que componen la cinta: cómo lo más anticipado, lo más esencial es, finalmente, algo pasajero, algo efímero, en presencia de lo inevitable.

Von Trier concibió su filme, ostensiblemente obsesionado – como le sucede siempre – con temas muy específicos: la implacable presencia del trastorno distimico (que él padece al igual que millones en el mundo) en nuestras vidas y la respuesta ante él; el romanticismo alemán (toda la banda sonora gira en torno a preludios para Tristán e Isolda, de Wagner), las teorías cataclísmicas del fin del mundo para 2012 y el cine de Luchino Visconti, más específicamente El Gatopardo, La Caída de los Dioses, Retrato de familia en interior y la monumental Muerte en Venecia, donde bajo una abrumadora apariencia de lujo ostentoso y abundancia material, yace una palpitante y obscura decadencia.

Los personajes de Melancolía, salvo Justine y Claire, son más bien 'tipos', con una función muy específica: Skarsgård es el príncipe azul que falla, la Rampling es la madre cruel, pero cuya amarga admonición no va exenta de amor. Kiefer Sutherland trabaja bien como un sujeto tan egocéntrico, que esto lo lleva a hacer lo indecible. Pero son las magníficas hermanas – y eso que resulta de entrada un poco difícil creerlas como tales, aunque para el minuto diez esto ya no importa para nada – quienes sostienen el grueso del filme, a manera de intercambiables Alfa y Omega. Claire es sensata, centrada, ser racional; Justine está tan paralizada por su melancolía – el rol originalmente escrito para Penélope Cruz, a quien Von Trier ofreció el guión, pero ella prefirió irse a filmar el infumable cuarto bodrio en la saga de los Piratas Caribeños de la Disney: poderoso caballero es don dinero – que le cuesta demasiado siquiera respirar: la colisión inminente del planeta Melancolía con el nuestro hará la inversión de los roles algo sorprendente y revelador. La fuerza emerge de donde menos la imaginamos.

Von Trier no se anda con cortapisas ni hace concesiones. Su filme es bellísimo y doloroso, pero inescapable. Los esfuerzos por la Cineteca Nacional para traerlo a México en exhibición no son vanos. Ojalá muy pronto llegue a salas: es algo que debe verse, para admirarse en toda su belleza y magnitud.


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