12 ago 2012

Prometheus, de Ridley Scott (02), por Claudi Etcheverry

Claudi Etcheverry.



En la mitología griega, el semidiós Prometeo roba a Zeus el fuego para los hombres, por lo cual los dioses lo encadenan a una piedra para que los buitres le coman el hígado cada día y éste se le regenere cada noche. Una afrenta semejante necesitaba un castigo eterno, según parece. En esta película la metáfora es otra, aunque parecida: para conocer a nuestros creadores, una expedición científica (como en Alien) viaja a un planeta desconocido enviados por una empresa sin escrúpulos (como en Alien) hasta dar con un bicho sumamente hostil (como en Alien) que desova en unos huevos verticales (como en Alien) plantados en una gruta que no es lo que parece (como en Alien) sino una nave para dispersión de esa colonia de semejantes en ciernes (como en Alien) más allá de las fronteras de sus cielos. Una científica desolada por lo que finalmente entiende como motivo de la expedición que la incluye (como en Alien) se da cuenta de que el destino de aquellos huevos será la Tierra (como en Alien) y se decide a parar aquella posible diáspora. Advierte que en la tripulación viaja un robot que parece plenamente humano (como en Alien) que lleva en su programación los verdaderos planes de la empresa (como en Alien), aunque al final su cabeza cortada (como en Alien) revela para qué ha sido incluido en la tripulación mientras babea leche por el costado de la boca (como en Alien). La heroína se encuentra cara a cara con el bicho malo en la nave de escape (como en Alien) y el bichejo tiene la cabeza como un pepino igual que el otro. En Prometheus no hay un ordenador central lapidario en sus afirmaciones como Mother, en Alien, que diga a la capitana sin paños tibios que la tripulación fue calificada como “expendable” (prescindible) ya de buen principio por la empresa que los envió, pero al final en Prometheus lo entendimos todos. Igual que en Alien, también de Scott.



En general, hago mis reseñas con un primer párrafo que exponga la trama general sin revelar el final, para comentar la cinta en las líneas siguientes. Pero los guionistas Jon Spaihts y Damon Lindelof no dejan nada de margen porque la película carece de interés y en un primer párrafo ya cabe todo: es pomposa en sus aspiraciones a obra maestra, y se pierde finalmente en los arenales de un planeta de “quiero y no puedo”. Con infinitos recursos menos, “2001, una odisea espacial” consigue una trascendencia metafísica brutal que dura todavía hoy, cuarenta y cinco años después. Prometheus empieza por el final y se propone abrazarlo todo tanto, que no aprieta nada. Recuerdo una anécdota personal cuando comencé a estudiar piano, a los veintitantos años. Al conocerla, le dije excitado a la maestra con quien empezaba las clases “¡Quiero ser un gran pianista!”, a lo cual ella contestó: “Solo puedo enseñarte a tocar el piano...”. Dejaba claro que lo otro dependía únicamente de mí.



En esta película, las pretensiones se dan de cara contra los resultados de manera parecida, como si en una mesa de café demasiado entusiasta productores, director, actores y guionistas se hubieran propuesto hacer una gran obra maestra. Pero la cinta toda ella es una secuencia de propuestas frustradas proponiéndose todo y cumpliendo con nada, desde un robot a quien no puede señalarse como un traidor porque está claro que no tiene sentimientos y ha sido simplemente programado para ello; la eterna pregunta humana sobre el devenir entre dónde venimos y adónde vamos; o la reconciliación con la naturaleza de nuestra especie cuando nos enfrentemos a un bicho cósmico malo de veras y nos damos cuenta de que tan malos no somos. El conflicto edípico insulso de la Theron con un padre abismado a la muerte y ansioso de eternidad completa esta obra tan centrífuga como inconsistente. Todo ya ha sido visto decenas de veces en la historia del cine. A 2001 podemos disculparle aquellos planos de colores quizá arbitrarios si entendemos que se filmó en plena época psicodélico-lisérgica, pero su tensión dramática no decae en ningún momento y lo hace con la centésima parte de recursos menos que ésta. La metáfora de la escultura que encuentran en la cueva de esta cinta (detallista, metálica, figurativa, enorme) se opone término a término con la sobriedad conceptual del prisma negro puro en 2001. Por el otro lado, Alien es una zozobra permanente con escenas salvajes como la muerte del mecánico negro o la subida de un tentáculo casi seductor por la pierna de una rubia tonta que se desvanece de pánico ante su muerte segura. En ambas hay muchísimo más, con muchísimo menos. Ridley Scott podría haber sido un moderador de esas falencias, pero no. Traicionado por sus propios recuerdos, repite e insiste en aquellos moldes que en Alien iban llenos de mérito y que aquí naufragan en flecos gastados. Hasta la atmósfera del planeta anfitrión se acerca peligrosamente al entorno de un parque de atracciones en vez de hacernos sentir en serio que el aire fuera irrespirable. Con un palmo menos de altura, Noomi Rapace parece un subproducto de Cher, como un clon suyo en plan hermanita menor feúcha o con menos pasta para bisturí de belleza.



Esta producción se propuso demasiadas líneas: la eternidad, la vejez, el reemplazo generacional, el hombre como dios creando a los robots como hombres, la distancia, la ética de la ciencia, la soledad en el universo. Pero la memoria es implacable: así como recordaremos siempre a las otras dos películas, esta Prometheus ya se estrella contra un frío glacial en taquillas y en muy pocos meses nadie la recordará en absoluto. La etimología de Pro-meteo comparte origen con la palabra promesa, pero aquí ni siquiera las cumplen. El director tendrá que refugiarse en recordar su otra cinta, la genial Alien, con el dolor enorme que le causará no este fracaso sino no haber conseguido superar aquel éxito.


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