15 ago 2014

Lauren Bacall. In Memoriam. Por Miguel Cane

Nos adorábamos tanto, Lauren Bacall

Miguel Cane.




Betty Joan Perske, nacida en pleno Bronx de Nueva York en septiembre de 1924 era tan solo una adolescente de 17 años cuando su voluntariosa madre, Natalie, la llevó a hacerse un reportaje fotográfico que le daría celebridad instantánea. De la mano de la incomparable Diana Vreeland, editora de modas extraordinaire, visionaria de la alta costura y madre del concepto del Diablo vestido de Prada, esta rubia debilidad estableció lo que se llamó el 'look': una mezcla de esa mirada de chiquilla altanera y un mohín desdeñoso que era irresistible incitación a pecar.




Esto la llevó a actuar en Broadway como damita joven. Al principio, no se lo tomaba muy en serio, pero la seducción de las tablas fue más fuerte que su escepticismo y empezó una carrera de actriz, alternándolo con desfiles de modas y sesiones fotográficas a manos de grandes de la lente como Irving Penn y, entonces, cuenta la leyenda que, cuando el productor Howard Hawks la vio en Harper's Bazaar la hizo traer a Hollywood de inmediato para reinventarla como Lauren Bacall y ponerla frente a frente con Bogart en Tener y no tener.

 

Las proverbiales chispas saltaron por doquier y el incendio no se hizo esperar. El resto de la historia, todo mundo la conoce: de la noche a la mañana, Bogie abandonó a su conflictiva esposa, Mayo Methot (con la que a lo largo de su matrimonio protagonizó plétora de grescas y reyertas públicas, algunas incluso a punta de pistola, estando ambos hasta la peineta) y 18 meses después de conocerla, se casó con ella.


Además de otras cintas que realizó junto a Bogie – El Sueño Eterno, La Senda Tenebrosa y Cayo Largo -, Betty (como le gustaba que la llamaran los cuates) brilló con luz propia en varios filmes, de los que quizá el más destacado sea Cómo casarse con un millonario (1953) en el que compartió pantalla – y derrochó encanto – con Betty Grable y Marilyn Monroe; su rol como la sexy cazafortunas Schatze Page le valió tanta fama, que hasta en las Looney Tunes el Pato Lucas se disfrazó de ella para cantar The Latin Quarter.


Tras la repentina muerte de Bogart, al que acompañó mientras rodaba La reina africana (John Huston) en locación, al lado de Katharine Hepburn, aguantándolo todo, hasta el insoportable calor del continente negro, quedó viudita suculenta con dos hijos pequeños. Esto no la detuvo, aunque estaba muy deprimida. La rubia protagonizó un espectacular melodrama de Douglas Sirk, Escrito en el viento, al lado del muy viril y engañoso Rock Hudson, y también tuvo un ardoroso affair con Frank Sinatra — que la dejó de manos a boca con un palmo de narices al rehusar casarse con ella, por querer darle otra vuelta al tiovivo con la despampanante Ava Gardner — y luego pasó la década de los 60 en el tálamo nupcial con el enormísimo actor Jason Robards, con quien tuvo otro hijo y al que dejó por ser un incorregible borrachales.


Antes de tener que verse obligada a aceptar papeles segundones en cine como esposa o madre de alguien, prefirió refugiarse de nuevo en Broadway, donde gracias a su trabajo en obras de gran éxito como Flor de Cactus — al lado de Walter Matthau— y Aplauso, versión musicalizada de Eva al desnudo, en el que dio vida a Margo Channing, alcanzó estatus de diva de la escena rápidamente, y el respeto de una industria que ya no la veía solo como un cuerpo tentador y una voz cautivadora (el efecto de fumar como chacuaco desde muy jovencita: esa dicción perfecta con un toque rasposón e inimitable).


De hecho, fue hasta que pasaba de los cincuenta, en 1981, que volvió ante las cámaras, en The Fan, en la que encarnaba a una rutilante estrella teatral acosada por un fanático de buen aspecto pero enfermizas intenciones (el güero Michael Biehn, algunos años antes de Terminator). Gracias a su frescura tan singular, se negó a ser una old lady y adquirió pronto calidad de mostre sacré y actriz fetiche para algunos directores iconoclastas como Robert Altman (que en 1994 la llevó en Prèt-á-porter haciendo una versión precisamente de Mrs. Vreeland, con gracia infinita), Lars von Trier — que la colocó en Dogville como la avarienta y cruel Mamá Ginger, matriarca de ese pueblo infernal perdido en las montañas — y Jonathan Glazer, que le dio un gran papel como la astuta y empática madre de Nicole Kidman en la injustamente infravalorada (y hermosamente realizada) Reencarnación, cuando ya había llegado a los 80.


Residente por décadas en el famoso edificio Dakota de Manhattan (donde fue vecina de John Lennon y Yoko Ono, que le caían mal por jipis y pachecotes), Betty no tenía pelos en la lengua y vivió desprovista de falsa modestia o pudor. Así aireó toda su ropa sucia en dos autobiografías y se mantuvo hasta su deceso esta semana, a consecuencia de una embolia, como una de las muy escasas leyendas que le quedaban a Hollywood (ahora ya sólo queda Olivia de Havilland, a cuya muerte el Hollywood de la edad de oro estará oficialmente muerto), un lugar al que ella misma siempre llamó con menosprecio “ese poblacho idiota”.