Las tortugas también vuelan, rinde homenaje a los niños de la guerra. Película tierna y dura a la vez, soberbia realización llena de vida y de furor contenido que se recibe como una afrenta. Una afrenta servida por una mano de hierro camuflada en un guante de terciopelo: bajo ciertas apariencias que nos llevan, a veces, a enternecernos, se esconden las emociones más sombrías.
Estamos en Irak, no en Bagdad ni en Basora, sino en la frontera del país, en una especie de “no man’s land”, campo sin nombre, hermoso pero devastado. Desde los primeros planos, se nos presenta la tierra dándole toda su importancia. Magnificada por una soberbia iluminación, este sitio anónimo y sin historia nos aterroriza. Vagabundeando de pueblos a campos de refugiados, la población es el rehén de esta enésima guerra a punto de ser declarada. Esta vez, los americanos prometen acabar con el gran Saddam, son la esperanza del final del terror, del fin de toda esta miseria bajo el estallido de las bombas. Antes de ese futuro esperanzador, hay todavía otra guerra.
Tiene 15 años aproximadamente. Implacable y carismático, hermano mayor protector de esta especie de familia. Lo llaman Satélite porque en este pueblo del Kurdistán iraquí es el único que sabe instalar una antena para capturar la televisión, algo capital en el momento en que empieza la película: estamos en vísperas del ataque americano a Irak. Satélite es también el líder de los niños. Y hay muchos niños, huérfanos o separados de sus padres, refugiados en un campo de tiendas en medio del pueblo. A cambio de algunos dinares, los pequeños peinan los campos de minas, minas que entregan, después, a las fuerzas de la ONU. Dicen que los mutilados son los mejores para recogerlas, ya que tienen poco que perder… Corriendo de un lado a otro, se nos presentan como las últimas murallas, los pocos signos de vida que merece la pena saborear aquí.
Allí llega un extraño trío compuesto por un chico manco dotado del don de la premonición, su hermana, una chiquilla de hermoso rostro con una mirada trágica y desesperada, y un niño de dos años aproximadamente, ciego. Huérfanos, de vuelta de todas las calamidades humanas, avanzan sin más esperanza que la de pasar desapercibidos y evitar las bombas.
Son los “daños colaterales”.
¿Realidad o pesadilla? Realidad, sin duda. Pero cuando la realidad alcanza tal desajuste, creemos estar en una pesadilla. La diferencia es que nos despertamos de las pesadillas habituales, mientras que aquí las criaturas siguen inmersas en ese mundo, como si, para ellos, nunca hubiera habido, y nunca pueda haber nada más que la guerra, los campos de minas, la mutilación y la muerte. Como si lo espantoso se hubiera convertido en una normalidad que hubiera que organizar sin esperar nada de los amos de este mundo, ya que ellos son los encargados de dirigir estas escenas infernales.
Con imágenes conmovedoras, como la de esos cientos de hombres inmóviles, con los brazos levantados, apretados unos contra otros, cubriendo la ladera de una colina, mientras que, sobre ellos vuelan helicópteros americanos lanzando octavillas donde les aseguran que “los aman”.
Las tortugas también vuelan es una admirable “película-grito”, que da la palabra a las víctimas: esos niños abandonados, miserables, heridos profundamente tanto en el cuerpo como en el corazón, que en sus pocos años han vivido muchas más tragedias de las que, desde aquí, podamos esperar en toda una vida, que se han convertido precozmente en adultos debido a la perturbada humanidad que los habita.
Dando muestras de una enorme sensibilidad en su dirección de actores, Ghobadi enmarca a sus jóvenes protegidos (no profesionales) como lo haría un padre amoroso. Nos pinta con minucia los dramas cotidianos, que desembala sin avisar, pasando de una tensión casi onírica al estruendo de las explosiones. Más expresivos que cualquier acorde de violines, las caras de esos críos envejecidos prematuramente, estallan en medio de la pantalla. ¡Qué pena que no haya un Oscar para los mejores actores extranjeros, y menos aun, para los niños: éstos se lo merecen!
¿Y si las tortugas realmente volaran?
Los niños no tendrían que sufrir las crueldades de los adultos ni llegarían a odiar a sus propios hijos. No tendrían que entretenerse quitando las minas de los campos. Los niños siempre seguirían siendo niños y no tendrían preocupaciones de adultos. Tras este título enigmático se esconde una película áspera, que nos habla de la guerra desde el lado de los que la ven demasiado cerca, los que están a medio camino entre los espectadores y los actores: las víctimas.
Sin mostrarnos los horrores directamente, Bahman Ghobadi, nos narra las secuelas que, para estos olvidados, definen su nuevo espacio vital y su nueva memoria plagada de espacios de dolor. Nos muestra lo que estas personas quieren ver de la guerra, lo que se espera de ella, lo que se teme y lo que ocurre. El relato propone una sucesión de cuadros perfectamente compuesto sobre la presencia del combate y sus repercusiones. Entre todas, a destacar el momento terrible del niño ciego, plantado en medio del campo de minas.
En vez de transportarnos al melodrama salvador, este realizador corona su obra de un halo fantástico y extraño, nos narra una fábula, vaga ensoñación sobre la realidad del mundo. Consigue devolver su cuota de humanidad a estos niños que son sólo cuerpos en cualquier telediario.