Miguel Cane
I never wanted to kill,
I’m not naturally evil.
These things I do
just to make myself
more attractive to you,
Have I failed?
- Morrissey
The last of the famous
international playboys
Al llegar a la sala, el espectador ya sabe a qué va a entrarle: se ha publicitado la trama en todas partes, sin embargo la sorpresa está en el momento en que comienza la historia y la manera en que nos va involucrando. Seguramente en las manos de la inefable Silvia Pinal y su equipo hubiera estado, éste habría sido un episodio especial de “Mujer, casos de la vida irreal”, pero la onda aquí es que su crudeza y ansiedad se hacen tangibles casi desde el principio y el espectador deja de moverse, al quedar atrapado en el trayecto que recorre el monstruo, hacia el luminoso final.
Aileen Carol Wuornos (recreada en una impresionante transformación por la literalmente hermosa exmodelo sudafricana Charlize Theron, quien definitivamente se ganó a pulso con este trabajo la hornada de reconocimientos que ha recibido) nació en un hogar de clase trabajadora y ascendencia finlandesa en 1956 y murió ejecutada por el estado de Florida en 2002. Criada con privaciones e ignorancia por guardianes indiferentes (los padres abandonaron a Aileen y sus hermanos siendo pequeños), a los 13 años ya había tenido un bebé (producto de una violación) y lo había dado en adopción.
Desde entonces, ya se dedicaba a ejercer el rol para el que parecía designada por el mismísimo Dios – en sus propias palabras- : ser puta barata en las carreteras de los Estados Unidos; una pieza clave del engranaje del mundo, igual que los MacDonald’s y los bares de camioneros. Cuando la vemos por primera vez, es abril de 1990. Aileen está a punto de volarse la tapa de los sesos con una pistola. Entonces, en esos últimos instantes de desesperación, hace un pacto con su cruel creador: sólo tiene 5 dólares en la bolsa. Va a gastárselos y si Dios no le manda una señal, se matará.
Así es como va a parar a un bar gay, donde conoce a Selby Wall (Christina Ricci, ex niña prodigio que pasa a actriz adulta con su fascinante y freak caracterización de lesbiana machorra recién desempaquetadita del clóset), una adolescente originaria de Ohio, que está tratando de agarrar la onda y quiere ser amada y aceptada por otra mujer, ya que su familia reaccionó con asco e incomprensión y la mandaron a “curarse” con unos amigos católicos en las cercanías de Miami.
Aileen (“Lee” para los cuates, que no son muchos) acepta que la chamaca le invite unas cervezas y más tarde que temprano, acaban juntas en la cama – aunque de entrada, no hay sexo. De hecho, el sexo no es importante para Lee, dado que debido a su oficio, ya está concretamente hasta la madre de él. Lo que Lee quiere (como todo ser humano, al final de cuentas) es ser amada, aceptada, necesitada, querida.
El que la locuela Selby de repente se le entregue de esta manera es para ella, que tiene la madurez emocional de un niño de siete años, aún si ha sido desensibilizada por una vida muy cabrona, es algo inenarrable. ¡Alguien quiere amarla! ¡A ella! – lo que Lee no alcanza a suponer es que, dado el estado confuso de la mente de Selby, es que la chavita se hubiera dado por enamorada de cualquiera, como fuera y donde fuera: a los 18 años ella vive en un mundo de fantasía, donde el de Lee es horriblemente sórdido y real. Quizá sea por eso que, movida por una inexplicable ola de ternura, angustia y deseo, Aileen accede a tener una relación con la chicuela.
Sin embargo, el hado destino (que no “madrino”) planea sus movimientos de otra manera o bien, si quieres hacer reír a Dios cuéntale tus planes (Sean Penn dixit): la tarde que Lee y Selby se reunirán por primera vez para retozar como panteras en la selva, Lee trata de conseguir lana suficiente para pagar un motel y en eso está cuando es recogida por un tal Vince Corley (Lee Tergesen) que resulta ser un violador asesino. Justo cuando está a punto de darle chicharrón después de haberla brutalizado y sodomizado, ella – por un pelito- logra escabullirse y darle su pilón: varios tiros que lo dejan hecho una piltrafa.
Es así que se inicia la tortuosa carrera criminal de la señorita Wuornos, quien después de todo, va a buscar a su chamaquita pendeja (ojo: la palabra no es usada en el sentido peyorativo, sino en el tenor preciso del diccionario) misma que procede a hacerle un tango monumental por haberle dado un plantón. Lee, en vez de explicarle las cosas y decirle la verdad (“Lo siento, mi vida, no pude llegar porque un mal hombre me ató, me golpeó en la cabeza y me metió un palo en el recto mientras tú me esperabas, por lo que tuve que cegar su miserable existencia con un arma de fuego y por tal motivo fue que me retrasé, querida…”), le propone a Selby escapar de su opresiva rutina para empezar una nueva vida juntas en un motel, donde podrán vivir su propia telenovela lésbica lejos de los mirones del mundo. Selby primero vacila, pero al ver el fajo de billetes que Lee le quitó al hombre muerto y ver su auto – cuya procedencia no cuestiona con suspicacia- accede.
El romance surge con bríos, pero al ser ésta una historia ostensiblemente real, por supuesto, a los dos días, la idiota imbécil de Selby ya se botó la lana en taxis y superficialidades, y se queja, bien chilletita de que tiene hambre, por lo que Aileen – cuyos patéticos intentos por iniciar “una nueva vida” se ven bloqueados tanto por su propio carácter volátil, la indiferencia y el escarnio social y su ignorancia- se ve obligada a volver a ser prosti (“¿Para qué dejaste la calle?” le reclama la chamaca con ojos desorbitados, uno supone que por la hambruna) y a continuar con sus crímenes cada vez de manera más desesperada y a la vez sistemática: ella no comprende lo que hace, pero sabe que lo hace para ser amada por su chica. Eventualmente ésta despierta a la realidad y en una derivación postmoderna del síndrome de Lady Macbeth, comienza a exigir más satisfactores salpicados de sangre, aunque éstos sean mucho más prosaicos que una corona.
Aileen es, conforme la cinta se desarrolla, un ser atormentado, doloroso. Finalmente, no hay un camino de salida, aunque se haga ilusiones. Selby, su amor, la luz de su vida, será también su Judas Iscariote y es su propia certeza al respecto lo que hace aún más devastador el resultado: suyo es el supremo sacrificio por amor. Lee se entregó totalmente y fue traicionada por sus afectos, algo que formaba parte intrínseca de su existencia, como se ve en el desenlace, no obstante, se aferró a la esperanza que nos adoctrinan desde niños, porque era todo lo que tenía, aún si de todos modos su destino fue el mismo.
El trabajo de Charlize Theron, que es la raison d’etré para ver esta cinta – misma que por supuesto no será bien vista por algunos sectores que la considerarán harto violenta y gráfica en sus descripciones de la “onda gay”- es algo absolutamente fabuloso. Sin temor alguno, aumentó veinte kilos para la actuación (siguiendo el ejemplo de Liz Taylor en la memorable Who’s afraid of Virginia Woolf? de 1966), mostrando sus carnes adiposas y cargadas de cuitas. En cada gesto, cada lágrima, cada alarido de la carne, ella es Aileen Wuornos y logra hacernos, junto con el notable trabajo de Patty Jenkins – de una sensibilidad notable al timón de la cinta y en el bien cuidado libreto- sentir una cierta empatía con el “monstruo”, mostrándonos que no hay tal.
El filme es similar en tono (si no ejecución) a la recordada Boys don’t cry (1999) de Kimberley Peirce, que también obtuvo un Oscar para su protagonista (Hilary Swank). Ambas son tragedias reales de mujeres reales, arrastradas sin saber porqué, a una espiral violenta, cuando todo lo que ambas querían – Teena Brandon y Aileen Wuornos- era amar y ser amadas en paz. Esta es una de las horrendas caras del amor. Algunas veces no son fábulas románticas como las que imaginan algunas mujeres cuyos pulsos “se aceleran sólo con sentir la cercanía del ser amado”. Estas mujeres pagaron con su vida el buscar un derecho que desde su origen les había sido arrebatado de las manos. Sin duda, un trabajo notable, que debe ser apreciado por un mayor público que no debería juzgar a Lee. Ciertamente ella misma fue suficiente juez para castigar sus actos, cuando éstos (y no todos, que conste) lo ameritaron.