Juan Carlos Gea
Antes que nada, aviso a navegantes sensibles. Y aviso honrado: la explosión de violencia de cámara que cierra The great ecstasy of Robert Carmichael es, literalmente, casi insoportable. Lo confirma algún desmayo en sus proyecciones en diversos festivales de cine, incluyendo Cannes 2005.
Dicho esto -y sin añadir más, porque el horror no se describe: se muestra, como en la película Ven y mira de Klimov, a la que alude uno de los personajes- hay que puntualizar que esa violencia no es en absoluto gratuita. Ni ejercicio de estilo, ni pose para “shockear al burgués” ni oscura agresión terrorista como la que pueda propinar un Michael Haneke, director que, no obstante, parece haber inspirado la ferocidad de esta película.
No. Robert Carmichael no es Funny games. Thomas Clay y el guionista Joseph Lang han construido con total cálculo y deliberación un artefacto alimentado con furia fría nacido, según precisaba el coguionista Joseph Lang, de la frustración política y civil que ha causado en un amplio sector de Inglaterra el apoyo del Gobierno Blair a la invasión de Irak. Es, me parece, una película política.
Como el mismo Joseph Lang admite en diversas entrevistas, el fondo de su tesis se apoya en una visión pesimista de la naturaleza humana, fondo abominable que puede brotar incluso en un adolescente aparentemente culto, bien educado e insertado en su nicho de clase media (¿cuánto se ha escrito sobre esto a propósito del nazismo?); pero Robert Carmichael no habla de ese abismo en abstracto, sino en un contexto histórico preciso que es en el fondo de lo que se está hablando. De ahí que, en momentos clave, una televisión que retransmite imágenes y discursos relacionados con Irak esté datando en contrapunto la historia que se cuenta. Esta Inglaterra. Este tiempo. Esta guerra.
Rodada con pulcritud, talento narrativo y una excelente factura, la película arranca como una distanciada crónica coral en la localidad británica de Newhaven: clase media alta de barrio residencial con hijos aparentemente integrados; contraste de un pescador y su hijo -éste, sí, recién expulsado del instituto y guía dantesco hacia el submundo de las drogas- con un cocinero y estrella televisiva que vive junto a su esposa en una lujosa mansión de las afueras.
La aséptica descripción de su vida -relaciones, tonteos con la droga, conflictos personales, algún apunte sobre el trasfondo de crisis- queda atrás de golpe en una imponente secuencia, mucho menos explícita que la que remata la película, pero conceptualmente más agresiva. Se trata de un largo plano en el que, con una progresión dramática magistral, la cámara barre despaciosamente el cuartucho de unos traficantes. La violencia oculta de lo que está ocurriendo tras una puerta al fondo alude -por yuxtaposición con una televisión encendida a la que nadie atiende y que retransmite un informativo sobre Irak- al horror de la guerra, eufemísticamente administrado por los grandes medios.
La propaganda que vomita la ventana televisiva se recorta contra el horror de lo cotidiano, lo que está sucediendo en nuestra comunidad a manos de unos chicos cuya única motivación es seguir drogados; niños capaces de tocar el violoncello como ángeles, pero sin la más mínima noción moral -ni siquiera estricto rencor de clase- mientras los políticos organizan cacerías de tiranos en Mesopotamia.
No queda nada de esa sutileza para la catarsis final: otra larga secuencia que provoca en caliente taquicardias, furia, verdadera gana de huir y de ajustar luego cuentas con los autores por el abuso infligido. Pero cuando el cuerpo se enfría, uno puede llegar a comprender que esa catarsis -cuyo rodaje resultó insufrible para los propios actores- quiere mostrar con la mayor contundencia posible (aunque con menos obscenidad de lo que parece) el doblez de una sociedad capaz de escandalizarse y removerse hasta las vísceras por una abominable exhibición de violencia en una ficción cinematográfica, pero que silencia o no reacciona con la misma revulsión ante la pornografía política y el horror de la realidad (de otro modo, mal le pintaría al poder).
Dirigida por Thomas Clay. Guión: Thomas Clay y Joseph Lang. Edición: David Wigram. Cinefotografía: Yorgos Arvanitis. Música: Edward Elgar y Jonathan Henry Harvey. Reparto: Rob Dixon, Danny Dyer, Michael Howe, Amy Instone. Duración: 96 minutos.
Antes que nada, aviso a navegantes sensibles. Y aviso honrado: la explosión de violencia de cámara que cierra The great ecstasy of Robert Carmichael es, literalmente, casi insoportable. Lo confirma algún desmayo en sus proyecciones en diversos festivales de cine, incluyendo Cannes 2005.
Dicho esto -y sin añadir más, porque el horror no se describe: se muestra, como en la película Ven y mira de Klimov, a la que alude uno de los personajes- hay que puntualizar que esa violencia no es en absoluto gratuita. Ni ejercicio de estilo, ni pose para “shockear al burgués” ni oscura agresión terrorista como la que pueda propinar un Michael Haneke, director que, no obstante, parece haber inspirado la ferocidad de esta película.
No. Robert Carmichael no es Funny games. Thomas Clay y el guionista Joseph Lang han construido con total cálculo y deliberación un artefacto alimentado con furia fría nacido, según precisaba el coguionista Joseph Lang, de la frustración política y civil que ha causado en un amplio sector de Inglaterra el apoyo del Gobierno Blair a la invasión de Irak. Es, me parece, una película política.
Como el mismo Joseph Lang admite en diversas entrevistas, el fondo de su tesis se apoya en una visión pesimista de la naturaleza humana, fondo abominable que puede brotar incluso en un adolescente aparentemente culto, bien educado e insertado en su nicho de clase media (¿cuánto se ha escrito sobre esto a propósito del nazismo?); pero Robert Carmichael no habla de ese abismo en abstracto, sino en un contexto histórico preciso que es en el fondo de lo que se está hablando. De ahí que, en momentos clave, una televisión que retransmite imágenes y discursos relacionados con Irak esté datando en contrapunto la historia que se cuenta. Esta Inglaterra. Este tiempo. Esta guerra.
Rodada con pulcritud, talento narrativo y una excelente factura, la película arranca como una distanciada crónica coral en la localidad británica de Newhaven: clase media alta de barrio residencial con hijos aparentemente integrados; contraste de un pescador y su hijo -éste, sí, recién expulsado del instituto y guía dantesco hacia el submundo de las drogas- con un cocinero y estrella televisiva que vive junto a su esposa en una lujosa mansión de las afueras.
La aséptica descripción de su vida -relaciones, tonteos con la droga, conflictos personales, algún apunte sobre el trasfondo de crisis- queda atrás de golpe en una imponente secuencia, mucho menos explícita que la que remata la película, pero conceptualmente más agresiva. Se trata de un largo plano en el que, con una progresión dramática magistral, la cámara barre despaciosamente el cuartucho de unos traficantes. La violencia oculta de lo que está ocurriendo tras una puerta al fondo alude -por yuxtaposición con una televisión encendida a la que nadie atiende y que retransmite un informativo sobre Irak- al horror de la guerra, eufemísticamente administrado por los grandes medios.
La propaganda que vomita la ventana televisiva se recorta contra el horror de lo cotidiano, lo que está sucediendo en nuestra comunidad a manos de unos chicos cuya única motivación es seguir drogados; niños capaces de tocar el violoncello como ángeles, pero sin la más mínima noción moral -ni siquiera estricto rencor de clase- mientras los políticos organizan cacerías de tiranos en Mesopotamia.
No queda nada de esa sutileza para la catarsis final: otra larga secuencia que provoca en caliente taquicardias, furia, verdadera gana de huir y de ajustar luego cuentas con los autores por el abuso infligido. Pero cuando el cuerpo se enfría, uno puede llegar a comprender que esa catarsis -cuyo rodaje resultó insufrible para los propios actores- quiere mostrar con la mayor contundencia posible (aunque con menos obscenidad de lo que parece) el doblez de una sociedad capaz de escandalizarse y removerse hasta las vísceras por una abominable exhibición de violencia en una ficción cinematográfica, pero que silencia o no reacciona con la misma revulsión ante la pornografía política y el horror de la realidad (de otro modo, mal le pintaría al poder).
Dirigida por Thomas Clay. Guión: Thomas Clay y Joseph Lang. Edición: David Wigram. Cinefotografía: Yorgos Arvanitis. Música: Edward Elgar y Jonathan Henry Harvey. Reparto: Rob Dixon, Danny Dyer, Michael Howe, Amy Instone. Duración: 96 minutos.