Los comentarios en torno al estreno de Un buen año, de Ridley Scott, han sido más o menos en la misma tónica: donde algunos les ha parecido empalagosa o de menos, sacarina, a otros les ha parecido desconcertante: ¿El director de Alien haciendo una comedia romántica? ¡Pero cómo se atrevió si para nada es su onda!
Sea como fuere, a título personal, el filme resulta una experiencia alegre, con todos los ingredientes –una historia emotiva sin ser necesariamente chantajista o ramplona, personajes que evolucionan, hermosas locaciones y un buen ritmo que en ningún momento decae – para que sea una película no tanto complaciente (que lo es en algunos casos), como de esas que uno suele recomendar en el sentido de que sabe va a gustarle a otros espectadores que buscan relajarse del stress y viajar aunque sea mediante celuloide.
Basada en una novela de Peter Mayle, esta es una historia optimista, que trata del derecho de todo ser humano a reencontrarse con los mejores recuerdos de la niñez y a entregarse a sus pasiones verdaderas; Scott ha sabido obtener de Russell Crowe, muy buenos registros de humor y ha aprovechado su carisma. En efecto, el neozelandés sabe conceder a su personaje –Max Skinner, un financiero londinense, sólo interesado en hacer dinero – un aire simpático que no había representado en ninguna otra película y consigue imponerse al espectador incluso al principio cuando vemos a Max como un aparente machista insensible y egocéntrico.
Naturalmente, con el desarrollo de la trama se borra esa imagen cínica, dejando en cambio a un hombre transformado, reencontrado consigo mismo, con una amplia y contagiosa sonrisa.
Podría ser que lo mejor de Un buen año no sea la actuación de Crowe (estupenda, desde luego), ni las escenas campestres, ni las deliciosas charlas y discusiones entre Max y la familia de viticultores que atienden su viñedo o la belleza irresistible de Marion Cotillard como Fanny, la chica que le cambiará la vida. La película tiene un extra especial: los flashbacks que narran la relación entre Max cuando niño (Freddie Highmore, por mucho el mejor actor infantil de su generación) y su tío Henry, que es nada menos que el hoy legendario Albert Finney, quien se encarga de criar al sobrino con una serie de enseñanzas plenas de regocijo y sabiduría.
Todas las escenas entre Max y su tío son una delicia, porque rebosan de sinceridad y recrean una relación humana salpicada por esa mezcla de alegría y seriedad, de humor y sentido de la responsabilidad, que caracteriza a la verdadera educación sentimental.
Pese a algunos resbalones como la horrorosa GI Jane o la bastante insípida Hannibal, Scott es uno de los mejores directores surgidos de los últimos 30 años. Desde que empezó a dirigir, en cada década ha presentado por lo menos una obra maestra y tiene un estilo único e irrepetible, que sabe imprimir a cada cinta que hace, ya sea un épico colosal como lo fue Gladiador o un thriller elegante como Alguien que cuide de mí, una leyenda del cinema moderno como Blade Runner.
Todas son cintas a las que invierte una fuerte dosis de su mente y su cuidadoso trabajo, realizado casi siempre a gran escala; no obstante, de vez en cuando se toma un respiro para dirigir películas más “pequeñas” como en el caso de Thelma & Louise (que se convirtió en cinta icónica) o la comedia ácida Los Impostores. Ahora, después del fracaso espectacular que fuera Cruzada, donde no pudo lograr que ese inútil palo llamado Orlando Bloom pudiera transmitir cualquier tipo de emoción, y antes de embarcarse en la más ambiciosa American Gangster, al lado de Denzel Washington, Scott se toma unas minivacaciones en la región vitivinícola de Francia, para mostrar su oficio en esta muestra de buen cine realizado sin más pretensión que la de hacernos sentir bien y entretener, cosa que logra, de manera magistral.
Un buen año/A Good Year
Con Russell Crowe, Marion Cotillard, Valeria Bruni-Tedeschi, Tom Hollander y Albert Finney.
Dirige: Ridley Scott
Estados Unidos/Gran Bretaña/Francia 2006