5 dic 2008

Ian McEwan: profesión, fabulador

Miguel Cane






Soy confeso admirador de Ian McEwan y misionero voluntario de su narrativa.

He regalado sus libros a lectores vírgenes en numerosas ocasiones y he predicado --¡igualito como hago ahora!- la maravilla de su prosa, la tersura de sus palabras que trabaja con tanto oficio, así como de lo deslumbrante de sus caracterizaciones, de manera incansable, lo mismo en gregarias reuniones sociales que en pequeños vis-a-vis.

Lo he gozado enormemente, aunque amor no quita conocimiento; también lo he mirado con escepticismo y en algún caso hasta con desdén (Amsterdam sigue sin gustarme nada, nadita, nada. Ha de ser por que a todo mundo le gusta).

Hoy me encuentro en medio de un trabajo suyo; su novela más reciente, un trabajo breve -- mas no por ello deja de ser primoroso en su detalle, como es habitual- que recién apareció en junio: On Chesil Beach.





Lusin me lo ha traído, generoso y bueno como es, a manera de souvenir del viaje a Londres que finalmente no hicimos juntos. Lo comencé anoche mismo y fue como reencontrarme escuchando a un viejo amigo; casi puedo oír su voz narrándome la escena que abre su trama cuidadosamente armada y celosamente guardada.

Es julio de 1962.

Edward y Florence Mayhew acaban de casarse en una capilla de Oxford y están en la honeymoon suite de un modesto hotel frente a Chesil Beach, en Dorset. Son los primeros momentos de la vida en común de una pareja muy joven en un tiempo más inocente que éste, mas no por ello menos convulso también, ya que el imperio da sus últimas boqueadas y el status quo de Inglaterra está por dar un cambio radical. Aunque también pueden ser los primeros momentos de la vida en común de toda pareja.

McEwan se asoma, casi con reverencia, a sus temores: físicos, espirituales... el futuro al mismo tiempo tan endeble y tan ahí. Leo con devoción, pausadamente, como para no terminarme de golpe el delicioso platillo que es un libro suyo.






Descubrí por primera vez a McEwan por accidente, cuando era adolescente y me rehúsaba a leer cualquier cosa que no fuera una novela de horror. Así fue como encontré su primera novela: The Cement Garden (1978), que fue lanzada en Estados Unidos como tal... y de hecho, lo es... pero la historia, tal y como es contada, resulta muy diferente a lo que un lector podría esperar. No hay elementos sobrenaturales en esta trama de incesto y ansiedad; no pude digerir la novela como era debido y condenándola como "aburrida" -- todo fuera como tener catorce años- la olvidé y no volví a ella hasta mucho, mucho tiempo después.

Volví a leerlo cuando estuve en la Universidad. Y, de hecho, fue todo por culpa de Natasha Richardson y esa auténtica diosa conocida como Helen Mirren.

Era 1994 y en televisión pasaron, ya muy tarde una noche, una película de Paul Schrader (Gigoló Americano, Patty Hearst) presentada con el título en español de Juego Veneciano/The Comfort of Strangers. En ella también aparecen Christopher Walken y Rupert Everett (antes de que se arruinara la cara con botox inútil).

La cinta, muy atmosférica, extraña, amenazadora y exquisitamente realizada -- con una deuda enorme con una de mis películas preferidas de toda la vida: Don't Look Now/Amenaza en la sombra (Nicolas Roeg '73, con mi deidad particular Julie Christie y el enorme Donald Sutherland)- muestra el encuentro aparentemente fortuito de dos parejas británicas en la decadente Venecia durante los sofocantes días del fín de un verano.

No voy a revelar nada más al respecto de la trama. Si pueden encontrar la película, véanla (los dejará sintiéndose incómodos aunque morbosamente fascinados por días) y sobre todo, busquen la novelita que le dio origen, ya sea en su idioma original o en la edición española de Anagrama, que la editó con el [horroroso y estúpido] título de El placer del viajero.

The Comfort of Strangers, que leí gracias a las buenas obras de mi profesora Raquel Serur -- que tuvo a bien regalarme un ejemplar que ella tenía- es una novelita que pareciera un arma letal: esbelta, afilada, eficaz, fulminante. Recuerdo que la terminé de leer en un lugar público y tuve que contenerme para no gritar y arrojar el libro lejos (claro, para correr luego a recuperarlo y releer esos párrafos finales). Me sentí vulnerado por su manera de narrar algo que era a todas luces, lo mismo monstruoso que simple. Desde ese día, soy un converso. Y está de más que diga, que el libro es mejor que la película, evidentemente.

Hace algunos años, después de vagar en lontananza y del disgusto y decepción de Amsterdam (que causó una sensación que aún no comprendo y que me irrita), creí que no volvería al ministerio de McEwan, hasta que, durante un fin de semana solitario y gris en Manhattan, me encontré de manos a boca con Atonement (adecuadamente traducida aquí como Expiación).






Comencé a leerla ahí mismo, en la Borders que está en la esquina de la 57 y Park Avenue.

Poco a poco, y sin despegar los ojos de las páginas, me fui acercando a una poltrona en la que me acomodé y no me levanté de ahí hasta ver que habían transcurrido noventa minutos y yo ya iba en la página sesenta. Pagué el libro y me lo llevé a mi habitación de hotel (hubo un tiempo, no hace tanto, que mi vida era prácticamente vivida y narrada desde habitaciones de hotel... pero ese es tema para otro día) y seguí leyendo.

Lloré. Me estremecí, me entusiasmé, me llené de rabia y de ternura. Y en cuanto lo terminé, quise volver a leerlo todo otra vez. Y otra. Es uno de mis libros favoritos desde entonces y lo he dado como una especie de rito de iniciación o gesto cariñoso a otros que no habían leído nunca al autor, que en esta obra demuestra una madurez que se hizo aparente en total plenitud en el siguiente libro en su canon, la extraordinaria y sublime novela llamada Sábado.

Henry Perowne es un protagonista, que al igual que su antecesora, Clarissa Dalloway (creada por Virginia Woolf) se vuelve memorable por las mismas razones en que nuestros amigos se vuelven memorables: es alguien lleno de imperfecciones, y al mismo tiempo, eminentemente querible. La novela aborda veinticuatro horas de su vida en un Londres soterrado por el efecto 9/11 y aún no expuesto al horror del 7/7/06. A lo largo de ese sábado, Perowne, su esposa Rosalind y sus dos hijos adultos, se encontrarán transformados ante distintas luces y sombras. Con astucia magistral, McEwan fabula su existencia: uno no puede evitar creer que son gente que conoce, que la inminencia del júbilo y la catástrofe -- acaso tomados de la mano- va a afectar nuestra vida como la de ellos.

Leí Sábado, de todos los lugares del mundo, en Egipto, a bordo de un barco llamado Moon River, que navegaba por el Nilo. La había comprado recién, aquí en Gijón. Quedé tan fascinado por su urgencia, su vivacidad, su esmero de lenguaje y naturaleza humana viva, que apenas llegué a Madrid para tomar mi vuelo de regreso a México, corrí a la Casa del Libro y de inmediato se lo envié a Jack en una caja de cava [y eso es: cava para el alma]. Para mí hacerlo fue de esos momentos de comunión que hay entre los amigos, cuando surge esa tremenda, imperiosa necesidad de decir: "esto es lo que leí, es algo que tengo que compartir contigo ahora."

Ian McEwan es un maestro.

Nunca, ni en cien mil años, podría atreverme a decir que podría escribir lo que-o-como él. Tiene su propio instrumento y su manera de interpretarlo es única. Es así que ahora, gracias a la bondad de otro amigo estoy disfrutando de su narración, de su fabular. Y es como un bálsamo. No les contaré cómo termino. Cuando ustedes vean un libro suyo, léanlo.

Déjense perder en sus paisajes de lenguaje.

Con un poco de suerte, se acordarán de mí al hacerlo... y eso es la mayor recompensa, que piensen en uno, mientras se sumergen en ese misterioso mar narrativo que es su obra, misma que permanecerá con ustedes incluso más que mis palabras.


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