Por Miguel Cane
La unión de una actriz y un director para crear un filme, si cuenta con la química necesaria, puede resultar en un trabajo memorable: basten ejemplos de cintas como All about Eve (Joseph L. Mankiewicz/Bette Davis - 1950), ¿Quién le teme a Virginia Woolf? (Mike Nichols/Elizabeth Taylor – 1966), o Bajo la arena (François Ozon/Charlotte Rampling – 2000), que demuestran una absoluta comunión entre ambos. El más reciente ejemplo de esta ilustre estirpe es, sin lugar a dudas Birth, el segundo filme de Jonathan Glazer, que se estrena en México bajo el título de Reencarnación, tras haber formado parte del ciclo de galas del segundo Festival Internacional de Cine Contemporáneo.
Protagonizada por una gloriosa Nicole Kidman, que encabeza un sólido elenco, la cinta toma un rumbo completa y drásticamente distinto al previamente explorado por Glazer en su cinta debut, la aclamada y sorprendente Bestia Salvaje (Sexy Beast), cinta filmada en España y Londres, con un presupuesto reducido, que logra una atmósfera alucinante y visualmente suntuosa, que gira en torno a un robo, y descubre anomalías existenciales bajo la piel de la realidad cotidiana.
En ese sentido, en Reencarnación profundiza este órden de ideas y logra un film con la misma oscuridad intensa, pero se adentra con mayor precisión en la psicología y el desajuste en las emociones de sus personajes. Esto lo consigue mediante el uso magistral de elementos cinematográficos como son el guión, obra del célebre Jean-Claude Cárriere (Belle de Jour), mismo que se rehúsa con toda la intención a ofrecer respuestas lógicas a algunas de las interrogantes que plantea: esto en un espectador acostumbrado a los productos genéricos que habitualmente manufactura Hollywood, seguro causará desencanto y aburrición. Esta cinta exhorta a usar la imaginación y olvidar los formulismos convencionales. Igualmente, se apoya en el extraordinario trabajo como cinefotógrafo de Harris Savides (quien antes se ocupó de fotografiar Elefante para Gus Van Sant), concibiendo una mìse en scene donde el ojo de la cámara es de una elocuencia determinante, con encuadres en close up, como ojo cómplice del espectador.
El infierno son los otros
La trama es similar a un cuento de hadas para adultos: siniestro, hermoso, devastador; a lo largo de una década, Anna (Kidman) ha guardado luto a su esposo, Sean, quien murió repentinamente en pleno Central Park una tarde de invierno. Ahora, aparentemente recuperada se halla a punto de contraer nupcias con Joseph (Danny Huston). No obstante, su frágil felicidad se trastorna de modo irrevocable al aparecer un enigmático niño de 10 años llamado Sean (Cameron Bright) en el palaciego apartamento familiar en Park Avenue donde habita con su madre, Elanor (una radiante Lauren Bacall) y su hermana, Laura (Alison Elliott), quien se halla en las últimas etapas de su embarazo.
El niño le pide unos minutos en privado para manifestarle, sin más, que él es la reencarnación de su esposo, vuelto de la tumba, y no quiere que ella se case de nuevo. Para mayor sopresa y desconcierto de todos, el niño conoce los secretos más íntimos de la pareja, cosas que sólo el otro Sean podía saber. La familia de Anna, gente sofisticada, opulenta y liberal reacciona con incredulidad y estupefacción, donde la joven viuda se halla confundida y, sí, incluso fascinada, ante la extraordinaria situación y lo que podría representar para ella: recuperar el amor perdido y nunca olvidado.
Para contar su historia en imágenes, utilizando el talento histriónico de la Kidman, que se despoja de todo artificio (incluyendo su luminosa cabellera) para dar vida a Anna, podría decirse que Glazer montado una especie de ópera que se mueve con elegancia glacial, pero mantiene la atención del espectador con sutil guante de hierro. La mirada de Glazer a un bellísimo Manhattan escarchado por el invierno, ligeramente tenebroso, es claramente una ofrenda a El Bebé de Rosemary (Polanski, 1968). La atmósfera de gótico moderno es palpable y espléndida, igual que la música original (por Alexandre Desplat, de La joven del arete de perla); ambas conspiran para engendrar inquietud y compasión por partes iguales.
Glazer es un cineasta que corre riesgos, igual que su actriz principal. Nicole Kidman tiene la admirable capacidad de alternar cine comercial con un cinema experimental, y alterna cada uno con gracia y total elegancia: no desdeña a uno por el otro, pero a diferencia de otras estrellas, Kidman ella se lanza al vacío con personajes dificiles, turbios, extraños e inmersos en historias de fuerte contenido dramático que le exigen como actriz.
Kidman es de las pocas mujeres que logran el equilibrio entre ser estrella y una magnífica actriz madura, acaso el equivalente de la legendaria Ingrid Bergman para nuestra generación. La muestra de esto se da en una escena clave compuesta por un primoroso plano secuencia; Anna y su prometido, tras confrontar al niño, acuden a la ópera a una función de Die Walkirie de Wagner. Ahí Glazer mantiene, durante dos minutos la cámara fija en el rostro celestial de Anna. En él, a manera de lienzo, se plasma una gama de emociones confusas en tropel, sin que articule palabra: es símil de la prodigiosa escena de Liv Ullmann bañada en lágrimas en Persona (Bergman, 1966); actuación sublime que devela la borrasca interna de una mujer en conflicto.
El resto del elenco, en particular una casi irreconocible y exquisita Anne Heche, en un rol crucial, contribuye a que la historia trascienda trampas de género que podrían coartarla. De hecho, la película desafía toda clasificación: es una cinta extraordinaria, hecha con detalle artesanal y sumamente hermosa.
La simbiosis Nicole Kidman/Glazer es determinante para que la película funcione artísticamente, al grado de involucrar con intensidad al espectador. Con estos antecedentes, se puede entrar al film con la confianza de que se ve en pantalla algo fuera de lo común... por su calidad. Este sólo hecho hará que los snobs filmófagos de cinebasura la desprecien o, peor aun, la malinterpreten y tachen de “pretenciosa”. Acaso hay que tener presente el hecho de que este film se basa en la premisa de que el público puede creer o no en la reencarnación, pero el tema no le es indiferente. La conservación de "algo" que sobrevive al hecho inevitable de la muerte está adherido en la mente de todo ser humano como especulación, fé o rechazo.
Así entonces, el inesperado clímax es tan insondable como su inicio: la última toma es icónica, despliegue magistral de la maestría de director y actores, un asomo a las primorosas ruinas del desesperado reino del amor ante un mar embravecido. La película ostenta un gran número de virtudes, pero su mayor don es que ofrece al espectador la oportunidad de tener la última palabra ante la belleza de una película desconcertante pero espléndida, y sin que importe la decisión, la imagen de Nicole Kidman, bañada en lágrimas, permanece como parte indeleble al dejar la sala y aún ejerce su extraña fascinación, por días después.