David Garrido Bazán / Cortesía de La Butaca
Quentin Tarantino parece sentirse a gusto sorprendiendo a propios y a extraños. Si sus primeras películas despertaron una polémica como no ha vuelto a verse en el cine desde entonces, con las continuas acusaciones de apología y banalización de la violencia siempre permanentes sin que, en el fondo, casi nadie cuestionara seriamente su condición de autor por encima de otra consideración, esta "Kill Bill" que nos ofrece seis años después de la fría (y, hasta cierto punto, injusta) acogida que recibió la notable "Jackie Brown" es una película que provocará el más absoluto desconcierto incluso entre los más fieles de las huestes tarantinianas. O no, quién sabe.
Porque, por una parte, resulta complicado imaginar a otro director detrás de las imágenes de una película que, por encima de todo, es una declaración de amor puro y duro del cineasta a todas esas películas que formaron desde niño su pasión por el cine, unas películas que, pasadas por la maquina de reciclaje que es su mente cinéfila, se han convertido en un universo personalísimo repleto de una fascinación rayana en la devoción por fuentes tan diversas como los spaghetti westerns de Sergio Leone, las películas de samuráis o las de los yakuza japoneses, cientos de obras de artes marciales, las películas de Brian de Palma, el manga y el anime, obras sobre gángsters o el comic, por citar sólo una mínima parte de las influencias rastreables en cada uno de los planos de esta película pastiche cuyo afán de trascendencia es nulo y su principal objetivo, que es divertir lo más que se pueda a un personal con gustos afines a los de este inclasificable cineasta, se consigue más que sobradamente.
Por otro lado, Tarantino parece haberse dado cuenta de un par de cosas: una es que el listón que puso con "Reservoir dogs" y "Pulp fiction" es tan alto que necesitaba evolucionar hacia un estilo diferente y algo alejado de la impronta de sus primeros films. No es que Tarantino abandone ni por un instante sus señas de identidad (de hecho, "Kill Bill" contiene casi tantas citas y guiños autorreferenciales como homenajes a otras películas), pero lo que sí se percibe claramente en Kill Bill es que si antes Tarantino tenía su punto fuerte en la construcción de la compleja estructura de sus films y se apoyaba en unos diálogos tan brillantes como contundentes que conseguían una más que sólida creación de personajes, ahora es el aspecto puramente visual el que prima sobre cualquier otra consideración: Tarantino ha querido convertirse (y a fe que lo ha conseguido) en un director de películas de acción con un estilo visual impactante y trabajado, a la altura de aquellos cuya obra fusila alegremente.
Una segunda consideración es que Tarantino parece dar por sentado que todo está ya más que inventado en esto del cine y, en lugar de explorar nuevos caminos de contar sus historias (uno de los elementos que hicieron de él un autor revolucionario), esta vez opta por aplicar un depurado tra-bajo de reciclaje, apropiándose de multitud de códigos genéricos y estilisticos de lo más diverso y pasándolos todos a la vez por una coctelera de la que, partiendo de un argumento tan mínimo que hace por comparación que algunas de las películas de tipos tan inefables como Jean-Claude Van Damme o Steven Seagal sean más ricas en ese sentido (que ya es decir), consigue extraer una película llena de ritmo, gozosa la mayor parte del tiempo, permanentemente excesiva, pero, por encima de todo, furiosamente divertida para todos los que entren en su juego.
Esto en sí mismo no es bueno ni malo, sino todo lo contrario. Es evidente que para aquellos de nosotros que esperábamos de Tarantino una película más innovadora, en la línea de sus primeros trabajos, "Kill Bill" deja nuestras expectativas razonablemente insatisfechas. Pero, al mismo tiempo, este cronista no recuerda haberse divertido tanto y de forma tan falta de prejuicios en una sala de cine desde hacía años. Lo que no obsta para que "Kill Bill" me parezca la película menos interesante de la filmografía de Tarantino, pero eso es otra historia bien distinta.
El argumento de "Kill Bill" se cuenta en pocas líneas: una asesina que intenta abandonar el negocio es masacrada y dejada por muerta el día de su boda por sus antiguos compañeros de profesión. Cuatro años después, despierta de su coma y emprende el camino de una salvaje venganza. Punto. A partir de aquí, Tarantino construye su película (con una estructura no líneal, pero sí más sencilla de seguir que anteriores trabajos suyos) dando rienda suelta a todos los elementos –propios y ajenos– que es capaz de juntar en casi dos horas de cine salvaje. La película es, por otro lado, una declaración de amor del director a su musa, una Uma Thurman convertida en devota cómplice de un proyecto exigente al que se entrega por completo: su trabajo es impresionante en una película en la que no abandona un segundo la pantalla salvo por la sorprendente y atrevida inclusión de un fragmento de quince minutos de duración de un anime ultraviolento en el que se narra en flashback el origen de uno de los personajes de la historia, lo que resulta a la postre en uno de los momentos más brillantes (y éste si, innovador) de la película.
Sería tarea imposible citar las múltiples referencias que Tarantino maneja a lo largo de la película. Baste decir que, además de los evidentes homenajes al cine de artes marciales y más concretamente, de la figura de Bruce Lee, Quentin ofrece una versión especialmente perversa de "Los Ángeles de Charlie" con el escuadrón a las órdenes de Bill (que enlaza esta película con la extraña serie de televisión que el personaje de Uma Thurman iba a protagonizar en "Pulp fiction") en la que éste parece comportarse con un ánimo más libidinoso con sus empleadas; que hay planos de la película que remiten directamente a Brian de Palma (obsérvese el uso de la pantalla dividida en el hospital o el plano secuencia aéreo que sigue a Uma por las habitaciones de la casa de té en Tokio); un perverso guiño a Almodóvar o que Tarantino ha cumplido su viejo sueño de rendir pleitesía a su ídolo Sonny Chiba con un papel perfecto para sus caracteristicas.
Pero es Sergio Leone quien se lleva la palma en los homenajes: si el realizador italiano hubiese realizado alguna vez una película de artes marciales, no duden que a ratos hubiera sido muy parecida a este relato de venganza que seguro le habría complacido. Incluso la ambientación musical de algunas escenas (sumadas a esos zooms a los ojos, mantenidos en primer plano, marca inconfundible) recuerda –e incluso recurre– por momentos a alguna pieza de Ennio Morricone.
Para todos aquellos que reiteradamente han acusado a Tarantino de hacer apología de una violencia cuya banalización no les resulta nada divertida, "Kill Bill" ofrece una batería de nuevos argumentos, pues no cabe duda de que estamos ante la que quizás es la película más brutalmente violenta producida por un estudio de Hollywood en los últimos tiempos. Pero hay una diferencia con toda la filmografía anterior de Tarantino: si en películas como "Reservoir dogs" o "Pulp fiction" la acción se desarrollaba en un mundo bastante parecido al mundo real, "Kill Bill" se situa en un nivel completamente distinto: desde sus primeros fotogramas y durante todo su metraje la película se coloca voluntariamente en un plano mucho más artificial que real.
Esa artificialidad permite a Tarantino jugar constantemente con el exceso, mostrando una violencia tan divertida que resulta imposible tomársela en serio y que tiene su momento cumbre en la secuencia en la que, con una descomunal matanza, La Novia se deshace al completo a lo largo de casi veinte minutos de un grupo de 88 yakuzas con profusión de cortes, tajos y desmembramientos de todo tipo, una coreografía del a estas alturas imprescindible Yuen Wo Ping que recuerda inevitablemente a otra similar de "Matrix reloaded", pero ésta exenta de dobles informáticos y solucionada de forma mucho más brillante. El plano general que muestra la sala tras la batalla (con los pocos supervivientes gimiendo desconsoladamente en un suelo cubierto de sangre y miembros mutilados) es suficientemente esclarecedor al respecto de donde nos encontramos, por si a esas alturas no había quedado suficientemente claro: el cinismo con el que Tarantino se acerca a la violencia es mayor que nunca.
Eso, por supuesto, va en perjuicio de algunas otras señas de identidad del cineasta: resulta desesperante comprobar, por primera vez en una película de Tarantino, que al salir del cine uno no recuerda un solo diálogo chispeante, de esos que se te quedaban grabados a fuego en la mente, aunque a cambio uno recupere por un instante la curiosa sensación que de niño nos inundaba cuando salíamos de ver uno de aquellos programas dobles de pelis ‘de chinos’ como decíamos entonces, en las que nos dedicabamos a golpear toda papelera que se cruzaba en nuestro camino emitiendo grititos raros. No me cabe la menor duda de que ese era el principal objetivo de Tarantino al hacer esta película salvaje y desmadrada, que no es sino un gozoso muestrario de sus obsesiones más personales y exclusivas. ¿Es un cambio a mejor? En mi opinión, no, aunque quizás sea pronto para decirlo. Pero les aseguro que iré de cabeza a ver "Kill Bill: Vol. 2" con la esperanza de pasar un rato la mitad de divertido del que pasé con este primer volumen.