En una entrevista reciente, Tarantino confesaba que cuando presentó en sociedad el Vol. 1 de su cuarta película aún no había tenido tiempo de hacer absolutamente nada con el material filmado para el Vol. 2 y por momentos tuvo la sensación de que estaba promocionando un film que no estaba terminado, llegándole a preocupar bastante la carga de la responsabilidad de estar a la altura de las expectativas creadas. En este punto conviene recordar que Kill Bill: Vol. 1 tardó bastante más de lo normal en llegar a España por cuestiones de distribución y que los apenas cuatro meses transcurridos entre el estreno de una entrega y otra no son sino un espejismo de un lapso de tiempo en origen mucho mayor.
La cuestión inicial es más importante de lo que pudiera parecer en un primer momento, porque una vez visto este segundo volumen, tan distinto en tono y ritmos al primero y a la vez tan significativamente idéntico en estructura y progresión dramática, plantea la interesante duda, que ya nunca podrá ser resuelta, de saber si la resolución final de la obra hubiera sido la misma si Tarantino hubiera tenido la posibilidad de hacer una sola película de cuatro horas, tal y como ha declarado repetidamente que era su intención en un primer momento.
Y es que, en medio de la depresión casi post coitum que a uno le invade cuando abandona la sala donde ha asistido al gozoso, magnético y emocionante espectáculo servido por el realizador de Tennesse en el que se traza un círculo casi perfecto entre dos películas que dialogan entre sí como un juego de espejos que se complementan a la perfección, es tentador potenciar las diferencias entre una y otra propuesta por encima de sus similitudes; hasta el punto de pensar en este segundo volumen como una película construida en cierta forma por oposición (o superación) del discurso mantenido en la primera y, desde ahí, en una obra formal y temáticamente independiente de aquélla, por más que ambas estén unidas por un cordón argumental inquebrantable.
En cierto modo, no es una idea nueva, ya que la estructura en forma de capítulos en la que Tarantino ha concebido Kill Bill le ha permitido seguir aquella vieja máxima del cine según la cual cada escena debía tener un principio, un desarrollo y un final por sí misma, auque estuviera al servicio de una historia mayor. Los capítulos de la obra de Tarantino funcionan de igual forma, como una serie de mini películas casi autónomas, con entidad propia, aunque todas estén al servicio de esta monumental historia de amor y venganza que ahora llega a su final.
Se ha repetido hasta la saciedad en distintos medios que "Kill Bill: Vol. 2" es una película que nos devuelve a territorios más próximos al Tarantino de las primeras películas; que el tono y, sobre todo, el ritmo y los diálogos de la misma está muy alejados de la alambicada pirotecnia visual demostrada en las complejas coreografías de acción que dominaban el Vol. 1.
Todo ello es en parte cierto, pero lo que quizás no se ha señalado suficientemente, y que para este cronista es una de las claves para entender bien la magnitud y la brillantez de la propuesta conjunta, es el hecho de que Tarantino repite la estructura dramática y argumental de la primera parte, con lo que en cierta forma se aborda una relectura de la misma introduciendo una serie de cambios que culminan en una propuesta muy distinta y sin embargo, complementaria de la primera en la que la preponderancia de la acción y su inmensa fuerza cinética es sustituida por la intensidad de unos diálogos que reflexionan sobre cuestiones universales a la vez que esconden la misma o incluso una mayor violencia y en la que los personajes abandonan su condición de mitos para hacerse mucho más terrenales y cercanos.
La adrenalina es aquí sustituida por una emoción desbordada que surge de la necesidad de que todos los actores de la historia, sin excepción, tengan la oportunidad de explicar las razones de sus comportamientos, la moral que se oculta en lo más hondo de sus recovecos mentales, la explicación, en fin, de ese impulso algo primigenio y natural que les lleva a hacer lo que hacen.
Buena prueba de esta intención es la escena inicial de este Vol. 2: volvemos al granuloso blanco y negro de la masacre de la capilla de Two Pines, pero esta vez no asistimos a más demostraciones de violencia, sino a los preámbulos de la misma: Bill toma forma real (David Carradine, sólido, magnético, impresionante) y asisti-mos a una conversación entre La Novia y él en la que se adivina el pasado y la fuerte relación que une a ambos.
Como en toda la obra, Bill transmite una aparente calma que esconde la amenaza de una violencia que a menudo se manifiesta con una rapidez sorprendente. Sí, sin duda Bill es un cabrón orgulloso y un asesino muy peligroso, pero está lejos de ser un monstruo: hay en él una pulsión muy humana, y sólo cuando comprendamos lo que significó para él la decisión de matar a La Novia y lo que se esconde detrás de ella, podremos ver toda su dimensión humana, determinada y a la vez redimible. La resolución de este capítulo sexto es espléndida, hasta tal punto que dialoga con el primer capítulo La Novia Ensangrentada con tal perfección que una muestra lo que la otra no, y viceversa.
Si en el Vol. 1 había una reflexión sobre la muerte y la resurrección escenificada con el coma de
No estamos demasiado lejos de los terrenos de la violencia explorados por Tarantino en sus primeras películas, aunque hay una significativa diferencia en cuanto al lugar donde la violencia de Kill Bill se manifiesta, por supuesto, que está bien lejos del mundo real y más próximo al espacio artificial de las películas, el universo creado por Tarantino para ambientar su historia. Es algo esencial si se quiere analizar la ya algo banal cuestión de la violencia.
Pero lo mejor está aún por llegar: todo relato tiene que avanzar a su clímax y resolución final, y aunque Tarantino se demore más de lo debido en llegar a él (el episodio en el burdel con Michael Parks es sin duda lo más prescindible de toda la obra, perjudicando su ritmo), al momento del enfrentamiento entre Bill y La Novia. Pero hete aquí que Tarantino, uno de los directores que más y mejor saben jugar con las expectativas del espectador en el cine de los últimos años, introduce el elemento con el que se cerraba en falso el Vol. 1 y, de repente, el tono del Vol. 2 cambia significativamente al adentrarse en su tramo más importante, donde una magnífica Uma Thurman demuestra ser capaz de insuflar todo tipo de emociones a un personaje aparentemente plano: pasa de ser una retorcida y sangrienta asesina sedienta de venganza a una maternal leona, y Tarantino aborda el tema con una delicadeza exquisita, desconocida hasta ahora en su anterior filmografía.
Ahora sí que estamos en otro terreno, ¿o quizás no? Los cruces de frases entre Bill y La Novia contienen tanta o más violencia que el choque de katanas con O’Ren Ishii sobre la nieve que culminaba el Vol. 1, y un espléndido David Carradine asume todo el protagonismo de la función. Cierto, todo el argumento gira en torno a La Novia, pero es la sombra constante de Bill la que la domina, y si en la primera escena su esquiva presencia se hacía real, aquí la persona se hace verbo y asistimos tanto a sus razones como a un brillante monólogo aparentemente intrascendente (el que reflexiona sobre la mitología de los superhéroes y la dualidad Superman/Clark Kent) pero que esconde una de las claves de todo el conjunto, la que hace referencia a la fuerza del destino y a la imposibilidad de escapar de nosotros mismos. El discurso y el viaje de La Novia casi ha acabado y su resolución, una vez más, nos remite visualmente al primer volumen en la enésima muestra del continuo juego de espejos a que nos somete Tarantino.
Se nos queda por el camino hablar sobre las abundantes referencias cinéfilas (¿quizás sería mejor decir cinéfagas?) que siguen estando presentes: la sombra de Sergio Leone es más alargada y constante que en la primera y Tarantino se encarga de recordárnoslo con un plano que remite directamente a Érase una vez en el Oeste / Hasta que llegó su hora, película con la que Kill Bill comparte una lectura nada casual, pues ambas son visiones crepusculares y hasta elegíacas de sus géneros, aquélla del spaghetti-western y ésta del peculiar cine de acción múltiple del que se nutre Tarantino; todo el fragmento de Pai Mei es un evidente homenaje al cine de kung fu, que respeta sus señas de identidad más características (zooms incluidos); y no habría que dejar pasar que Kill Bill: Vol. 2 es una obra todavía más autorreferencial que el primer volumen o el (una vez más) exquisito oído que Tarantino demuestra ambientando musicalmente su obra, dejando, como decía Leone de Morricone, que la música hable a veces (y mejor) en lugar de los personajes.
Pero todo eso no son sino notas al pie de página un tanto anecdóticas ante el logro conseguido por Taratino: sus personajes, pobladores casi míticos de un universo creado exclusivamente para ellos y que sólo tiene sentido en el interior de la pantalla de cine (obsérvese el reverenciado ho-menaje final a todos ellos que Tarantino hace antes de los créditos finales, a los sones de esa festiva "Malagueña salerosa"), han conseguido descender a una realidad pura y dura de emociones muy humanas a base de sustituir en parte la acción continua del Vol. 1 por este remanso de engañosa paz que esconde todo un torbellino en su interior en el que los personajes tienen tiempo y espacio para explicarse y hasta mostrar sus pequeñas dosis de nobleza. La pasión desbordante de Tarantino, el amor al cine que desprende cada uno de sus planos, nos ha regalado este gozoso espectáculo a tra-vés de un relato que derrocha una más que abundante emoción. Toda una lección de cine.