Miguel Cane
El debut en inglés del brasileño Fernando Meirelles, que sacudió duramente al sistema con su formidable y cruda Ciudad de Dios, es una de las mejores películas del año en todos los aspectos de su realización.
Cuenta con actuaciones de primera por parte de todo el elenco involucrado, la adaptación de Jeffrey Caine a la novela de John LeCarré es espléndida y el trabajo en locaciones de Kenya, contribuye a una atmósfera fascinante… pero, lamentablemente, lo más probable es que no gustará al grueso del público que acude al cine “a distraerse” ya que muestra, sin parpadear ni un instante, una realidad que todos se esfuerzan por ignorar, como si por esto mismo, dejara automáticamente de existir.
En Nairobi, la decadente opulencia colonial británica existe aún por encima de los cinturones de miseria, auténticos cuchitriles que son nidos de enfermedades opuestos al té de las cinco y jugar cricket. Este es el mundo en que habita Justin Quayle (Ralph Fiennes en su mejor trabajo desde El Paciente Inglés), attaché del servicio exterior de la corona. Hombre de buen corazón y notable talento para la jardinería, es el funcionario ideal, cuya única extravagancia ha consistido en su impulsivo matrimonio con Tessa (Rachel Weisz, sensacional y vivaz en cada escena), pobrecita niña rica con conciencia social, que con su activismo y belleza causa estragos en la esfera en que se desenvuelven.
Cuando Tessa – a la que todos descalifican como “puta local” debido a su categoría como objeto del deseo de muchos, entre ellos el repelente e hipocritón Sandy Woodrow (Danny Huston)- aparece en un paraje aislado brutalmente violada y asesinada, al iniciar la película, se establece la pauta para el viaje que llevará a Justin de un elegante club londinense, a un kindergarten en Berlín, al infierno sudanés, todo para descubrir, junto con el espectador, los motivos secretos del misterioso crimen.
¿Quién era realmente su esposa? ¿Qué hacía acompañada siempre por el médico congolés Arnold Bluhm (Hubert Kouhndé)? ¿Será verdad que hubo amasiato? ¿Fue crimen pasional? Pronto, las cabezas de los monstruos corporativos se asoman y este hombre común, cuya gran pasión era salvar la vida de plantas y flores, descubre –para su creciente horror- que existe algo peor que la pobreza y la discreta segregación en Kenya y que su esposa fue demasiado lejos para averiguarlo. ¿Hará él lo mismo?
Con una tensión cuidadosamente sostenida desde el principio hasta el desenlace, El jardinero fiel no tiene visos de compasión y no hace concesiones para mostrar momentos desgarradores (uno de ellos implica el destino de una pequeña niña aborigen en el desierto) que estrujan el corazón y hablan claro a quien desde la butaca observa: los horrores no son brujas ni fantasmas imaginarios; los verdaderos vampiros no están en castillos en los Cárpatos, sino en inmaculados laboratorios suizos. Beben, en vez de sangre, copas de champagne con cristalería pagada con las muertes de millares de anónimos. Quayle enfrenta estas facetas de su realidad y Meirelles –que da un toque de documental al filme mediante su trabajo de fotografía, cortesía de su cámara de cabecera César Charlone- nos muestra un trabajo con muchos niveles.
Es un excelente thriller, sí, una emotiva historia de amor también y su contenido social es poco sutil pero exhorta a la reflexión, sin alternativas dulces ni paliativos sosos. La ejecución de la cinta es prodigiosa y aunque no está destinada a la gloria taquillera, se trata de una película que trasciende aún las trampas de su medio, para entrar al renglón de obra maestra, que todo adulto consciente tiene el deber de, por lo menos, ver una vez.
El jardinero fiel/The Constant Gardener.
Con: Ralph Fiennes, Rachel Weisz, Danny Huston, Hubert Kouhndé, Bill Nighy y Pete Postletwhaite.
Dirige: Fernando Meirelles. Distribuye: United International Pictures (Brasil/Reino Unido – 2005)