Miguel Cane
Las grandes obsesiones temáticas de Pedro Almodóvar procuran hacerse evidentes de manera inevitable en casa cinta que estrena, y siempre van más allá de lo estrictamente cinematográfico. Tal vez por su peculiar personalidad o porque es un maestro en el arte de promoverse, las películas de Almodóvar no pasan desapercibidas y siempre son objeto de cacareo tanto favorable como en contra. El estatus de maestro del cine mundial que ha alcanzado el manchego es causa de envidia para centenares, lo que hace que una mirada objetiva por parte de la crítica a Los abrazos rotos, sea muy difícil.
Homenajeando a cineastas como Fellini, Douglas Sirk (maestro del melodrama a toda lágrima en el Hollywood de los 50) y William Wyler – así como a sí mismo en su época de Mujeres al borde de un ataque de nervios, que es la película que lo puso en el mapa internacional hace veinte años (después de su primera obra maestra: La ley del deseo)- Almodóvar cuenta la truculenta (a veces) historia de Harry Caine (Lluis Homar), un guionista invidente que, hasta mediados de los 90, fue un director de culto llamado Mateo Blanco. La trágica historia de amor entre él y la sensual Lena (Penélope Cruz, bien en su transición entre doncella y mujerzuela) es el fuerte de una narración contada en flashback por Caine/Blanco a su joven protegido (Tamar Novas) después que a éste se le pasan las cucharadas y el ciego tiene que ir a su rescate. Elementos de film-noir, melodrama exacerbado, comedia socarrona, escatología y alegorías pop se mezclan para revelar una trama más bien estándar de amor fracturado y traición “a la malagueña”, con puñalada trapera y toda la cosa, con Lanzarote como escenario natural.
A pesar de todo eso, Los abrazos rotos funciona y Almodóvar trabaja cómodamente desde su silla plegable y megáfono. Tras el estrepitoso fracaso de la sórdida excursión a sus inicios con La mala educación y el éxtasis internacional de Volver, daba la impresión de que el cineasta oscilaba entre lo sublime y lo vulgar sin encontrar un balance. En esta trama, encuentra su punto medio: tiene momentos verdaderamente magistrales, como la primera aparición de Lena (así se hace una introducción a la vieja escuela, como hacía Wyler con Bette Davis) o la escena en que Mateo Blanco abraza la pantalla que le devuelve una imagen difusa de su amada conmueven e impresionan.
Almodóvar sabe su oficio y lo borda: su dirección de actores es muy bien trabajadas como es costumbre, epecialmente con la enormísima Blanca Portillo (en un rol modesto pero clave, que se revela casi monstruoso con sutileza) y Penélope Cruz, que ya se sabe sólo funciona cuando tiene un gran director que la discipline y de lo contrario cae en el vicio de interpretarse a sí misma. Ahora alejado de las comedias disparatadas y surrealistas de su juventud, Almodóvar encuentra sosiego en una madurez que se ha asentado por fin. La película no es apoteósica, es más, podría para muchos ser un poco frustrante (como la vida misma) y en la que es difícil entrar, pero no hay motivo para dejarla de lado o menospreciarla: al contrario, un Almodóvar “tibio” es siempre mil veces mejor que diez películas “calientes” de directores mediocres. Lo que hay aquí para ver es una historia de amor no sólo con una mujer, sino con el cinema, y se advierte en cada toma – hay dolor, hay emoción, hay risas (a veces histéricas) y sobre todo, hay una la rúbrica de un gran maestro que celebra sus treinta años de carrera con esta cinta que no es lo mejor que ha hecho (ese título aún le pertenece a La ley del deseo y a Todo sobre mi madre) pero tal vez sea la más personal y honesta, de toda su obra madura.
Los abrazos rotos
Con Penélope Cruz, Lluis Homar, Tamar Novas, José Luis Gómez y Blanca Portillo
Dirige: Pedro Almodóvar
España/Francia 2009