Miguel Cane
Este filme estrenado en mayo de 1977, es uno de los más peculiares dentro del canon del cineasta Robert Altman, que a lo largo de casi cuatro décadas ha contribuido a rediseñar y sacudir los conceptos de lenguaje cinematográfico, para las nuevas generaciones de espectadores, críticos y creadores.
Existe un tipo de película se considera Altmaniana [existen otras a las que según estilo y técnica, se les llama Buñuelesca, Alleniana, Bergmaniana, Kubrickiana, Hitchcockiana, Fellinesca o Polanskiana, entre otras, según el autor]; por lo regular, aún si no dirige Altman, se trata de un filme-mosaico cuya historia se compone de diversas anécdotas, algunas nunca se resuelven del todo; también cuenta con un reparto ecléctico y gregario, revestido de rostros famosos y actores de carácter, muchos de los cuáles son colaboradores habituales del director, quienes se mueven en escenas cuyos diálogos se desparraman e improvisan. Los filmes “modelo” de este estilo son, entre otros, Nashville (1975), La Boda (1978), El Ejecutivo (1992), Short Cuts (1993), Prêt-à-Porter (1994) y Gosford Park (2001).
La influencia de esta escuela ha sido notable y algunos ejemplos de filmes que la han seguido, a manos de otros directores, son entre otros: Magnolia y Boogie Nights (P.T. Anderson -1997 y 1999-), Crash (Paul Haggis -2004-), Network (Sydney Lumet -1976-), 21 Gramos (Alejandro González Iñárritu -2002-) y Traffic (Steven Soderbergh -2000-).
Este filme estrenado en mayo de 1977, es uno de los más peculiares dentro del canon del cineasta Robert Altman, que a lo largo de casi cuatro décadas ha contribuido a rediseñar y sacudir los conceptos de lenguaje cinematográfico, para las nuevas generaciones de espectadores, críticos y creadores.
Existe un tipo de película se considera Altmaniana [existen otras a las que según estilo y técnica, se les llama Buñuelesca, Alleniana, Bergmaniana, Kubrickiana, Hitchcockiana, Fellinesca o Polanskiana, entre otras, según el autor]; por lo regular, aún si no dirige Altman, se trata de un filme-mosaico cuya historia se compone de diversas anécdotas, algunas nunca se resuelven del todo; también cuenta con un reparto ecléctico y gregario, revestido de rostros famosos y actores de carácter, muchos de los cuáles son colaboradores habituales del director, quienes se mueven en escenas cuyos diálogos se desparraman e improvisan. Los filmes “modelo” de este estilo son, entre otros, Nashville (1975), La Boda (1978), El Ejecutivo (1992), Short Cuts (1993), Prêt-à-Porter (1994) y Gosford Park (2001).
La influencia de esta escuela ha sido notable y algunos ejemplos de filmes que la han seguido, a manos de otros directores, son entre otros: Magnolia y Boogie Nights (P.T. Anderson -1997 y 1999-), Crash (Paul Haggis -2004-), Network (Sydney Lumet -1976-), 21 Gramos (Alejandro González Iñárritu -2002-) y Traffic (Steven Soderbergh -2000-).
El que hoy nos ocupa, sin embargo, probablemente sea su filme más personal, surrealista y fascinante, aún si es acaso la menos Altmaniana de sus cintas.
De hecho, podría decirse que 3 Mujeres funciona como colofón a una trilogía de filmes concebidos y dirigidos por Altman que abordan temas misteriosos dentro de la psique femenina. La primera, rodada en 1968, se llama Un frío día en el parque / That cold day in the park y presenta a Sandy Dennis como Frances Austen, quedada reseca de clase media alta quien, bajo su aspecto de ser tan dama, tan bien educada y tan culta, disimula una serie de aberrantes perversiones sexuales que florecen violentamente cuando “recoge” del parque afuera de su elegante apartamento a un joven aparentemente mudo.
La otra cinta hermana es un clásico perdido de Altman (literalmente lo estuvo hasta que MGM la restauró en DVD en 2003) titulado Imágenes, de 1972, en que Susannah York (premio a la mejor actriz en el festival de Cannes) es una autora de libros infantiles embarazada – en la vida real York lo estaba y también escribía un libro para niños que sirve para enmarcar el filme - que es literalmente “atacada” en su aislada residencia campestre en Irlanda por personajes que conforman una serie de alucinaciones… que podrían ser reales.
Todas tienen elementos en común: las atmósferas que se dislocan sin previo aviso, las superficies de espejos se disuelven y a veces los reflejos engañan, mientras que los diálogos aparentemente banales dan pie a momentos reveladores de los personajes, de manera casi inesperada.
Igualmente está la presencia (un tanto ambigua) de arquetipos femeninos de tragedia griega en las tres cintas: donde Frances (Dennis) es una especie de versión moderna de Electra en la dualidad entre su austeridad y fanatismo, la rubia Cathryn (York) se va transformando en contraparte de Casandra – su locura profética es ignorada por quienes la rodean- y en cierto modo, Millie, Pinky y Willie representan un aspecto de de las Erinias, también llamadas Euménides (en griego Εύμενίδες, es decir, “benévolas”), eufemismo para referirse a ellas sin suscitar su ira implacable cuando se las conjuraba. A ellas, los mismos dioses del Olimpo les temían; eran las encargadas de castigar crímenes de índole moral, pasional y sobre todo, familiar y para lograrlo eran capaces de perseguir al transgresor hasta el infierno. También son conocidas como las Furias y se les representa como un trío que manifiesta tres aspectos de la mujer (e incluso, de la luna, en algunos casos): madre, doncella y vieja, todas como una conciencia colectiva: una se convierte en dos, dos en tres y tres en una (tal y como reza el slogan publicitario de la cinta) para ejecutar lo que podría ser una forma de justicia implacable o para vivir una a través de la otra y así.
La otra cinta hermana es un clásico perdido de Altman (literalmente lo estuvo hasta que MGM la restauró en DVD en 2003) titulado Imágenes, de 1972, en que Susannah York (premio a la mejor actriz en el festival de Cannes) es una autora de libros infantiles embarazada – en la vida real York lo estaba y también escribía un libro para niños que sirve para enmarcar el filme - que es literalmente “atacada” en su aislada residencia campestre en Irlanda por personajes que conforman una serie de alucinaciones… que podrían ser reales.
Todas tienen elementos en común: las atmósferas que se dislocan sin previo aviso, las superficies de espejos se disuelven y a veces los reflejos engañan, mientras que los diálogos aparentemente banales dan pie a momentos reveladores de los personajes, de manera casi inesperada.
Igualmente está la presencia (un tanto ambigua) de arquetipos femeninos de tragedia griega en las tres cintas: donde Frances (Dennis) es una especie de versión moderna de Electra en la dualidad entre su austeridad y fanatismo, la rubia Cathryn (York) se va transformando en contraparte de Casandra – su locura profética es ignorada por quienes la rodean- y en cierto modo, Millie, Pinky y Willie representan un aspecto de de las Erinias, también llamadas Euménides (en griego Εύμενίδες, es decir, “benévolas”), eufemismo para referirse a ellas sin suscitar su ira implacable cuando se las conjuraba. A ellas, los mismos dioses del Olimpo les temían; eran las encargadas de castigar crímenes de índole moral, pasional y sobre todo, familiar y para lograrlo eran capaces de perseguir al transgresor hasta el infierno. También son conocidas como las Furias y se les representa como un trío que manifiesta tres aspectos de la mujer (e incluso, de la luna, en algunos casos): madre, doncella y vieja, todas como una conciencia colectiva: una se convierte en dos, dos en tres y tres en una (tal y como reza el slogan publicitario de la cinta) para ejecutar lo que podría ser una forma de justicia implacable o para vivir una a través de la otra y así.
Según Altman, la trama, personajes, actrices y locación se le aparecieron en sueños que tuvo mientras su esposa era sometida a una cirugía de urgencia y con la misma ansiedad de una pesadilla nos introduce al mundo de las protagonistas: la primera es una muchacha de edad y aspecto indefinidos; pálida, borrosa, dibujo a medio terminar.
Dice llamarse (pero ¿será cierto que así se llama?) Pinky Rose (Sissy Spacek, que recién había alcanzado la fama con Carrie). Como llevada por el viento, esta post-adolescente muñeca de trapo llega de Texas a trabajar en un spa geriátrico a las afueras de Palm Springs, California. Ahí conoce a otra asistente de fisioterapia, la locuaz y muy consciente de su atuendo Millie Lammoreaux (pero… ¿será realmente su nombre o se trata de una pose, una extravagancia?), quien se cree el ente más sofisticado en los apartamentos Purple Sage; imposiblemente chic – según ella -, Millie (interpretación magistral de Shelley Duvall) en realidad todo lo que sabe de la vida lo ha aprendido de revistas femeninas que lee fervorosa, mientras habla como tarabilla y salpica su retahíla con toda clase de clichés y frivolidades tomadas verbatim del Cosmopolitan; su neurastenia le impide ver el escarnio (disimulado a duras penas) con que es tratada por vecinos y compañeros de trabajo, que componen el mundo del que, está convencida, es el centro, aún cuando en realidad es poco menos que invisible, ya que todos o la ignoran o la tratan como su burla.
Ambas se involucrarán, en algún momento de la historia con la arisca y ostensiblemente embarazada Willie Hart (Janice Rule, ya fallecida), artista gráfica de cierta edad – por momentos parece de treinta y tantos o puede tener más, todo cambia según la luz - cuya añeja belleza ha sido oxidada por (uno supone) un tropel de sinsabores y desencantos en su vida, así como por el céfiro reseco del desierto y el sol atroz bajo el que realiza insólitas pinturas: murales con figuras de reptiles antropomorfos (¿o serán humanos reptilizados?) de sexualidad ambigua y gesto feroz, que aparecen plasmados en paredes y fondos de fantasmagóricas piscinas.
Como ocurre en dos memorables cintas de Ingmar Bergman a las que ésta rinde axiomático homenaje [Persona -1966- y La Hora del Lobo -1968-], la trama es casi inexplicable, aún si está cimentada en la más prosaica realidad. Cosas tangibles, situaciones ordinarias – una cena, por ejemplo, o una conversación entre dos personajes- se tornan repentinamente en desvaríos; la escena vista se trastoca en espejismo sin que el espectador se de cuenta de cómo o en qué momento sucede. Altman utiliza ese mecanismo de realidad versus quimera, para lograr una atmósfera definida y de este modo atrapar la atención antes de proceder a desplegar el efecto mesmerizante que palpita bajo la piel del filme.
Dice llamarse (pero ¿será cierto que así se llama?) Pinky Rose (Sissy Spacek, que recién había alcanzado la fama con Carrie). Como llevada por el viento, esta post-adolescente muñeca de trapo llega de Texas a trabajar en un spa geriátrico a las afueras de Palm Springs, California. Ahí conoce a otra asistente de fisioterapia, la locuaz y muy consciente de su atuendo Millie Lammoreaux (pero… ¿será realmente su nombre o se trata de una pose, una extravagancia?), quien se cree el ente más sofisticado en los apartamentos Purple Sage; imposiblemente chic – según ella -, Millie (interpretación magistral de Shelley Duvall) en realidad todo lo que sabe de la vida lo ha aprendido de revistas femeninas que lee fervorosa, mientras habla como tarabilla y salpica su retahíla con toda clase de clichés y frivolidades tomadas verbatim del Cosmopolitan; su neurastenia le impide ver el escarnio (disimulado a duras penas) con que es tratada por vecinos y compañeros de trabajo, que componen el mundo del que, está convencida, es el centro, aún cuando en realidad es poco menos que invisible, ya que todos o la ignoran o la tratan como su burla.
Ambas se involucrarán, en algún momento de la historia con la arisca y ostensiblemente embarazada Willie Hart (Janice Rule, ya fallecida), artista gráfica de cierta edad – por momentos parece de treinta y tantos o puede tener más, todo cambia según la luz - cuya añeja belleza ha sido oxidada por (uno supone) un tropel de sinsabores y desencantos en su vida, así como por el céfiro reseco del desierto y el sol atroz bajo el que realiza insólitas pinturas: murales con figuras de reptiles antropomorfos (¿o serán humanos reptilizados?) de sexualidad ambigua y gesto feroz, que aparecen plasmados en paredes y fondos de fantasmagóricas piscinas.
Como ocurre en dos memorables cintas de Ingmar Bergman a las que ésta rinde axiomático homenaje [Persona -1966- y La Hora del Lobo -1968-], la trama es casi inexplicable, aún si está cimentada en la más prosaica realidad. Cosas tangibles, situaciones ordinarias – una cena, por ejemplo, o una conversación entre dos personajes- se tornan repentinamente en desvaríos; la escena vista se trastoca en espejismo sin que el espectador se de cuenta de cómo o en qué momento sucede. Altman utiliza ese mecanismo de realidad versus quimera, para lograr una atmósfera definida y de este modo atrapar la atención antes de proceder a desplegar el efecto mesmerizante que palpita bajo la piel del filme.
Así, hay elementos explícitamente reales que contribuyen a una sensación de tiempo y espacio que eventualmente se verá perturbada; éstos pueden ser el apartamento de Millie, con decoración cursi en grado superlativo en tonos de blanco y amarillo (a juego con su vestuario); el deprimente spa, con su caterva de ancianos y personal indolente; el bar local, remedo de un set de John Wayne, donde el amo y señor es Edgar Hart – Robert Fortier, como único personaje masculino importante-, presunto ex actor de Westerns para TV, borracho y fanfarrón, con crueldad desdeña a su esposa y pasa las tardes en práctica de tiro mientras coquetea, pedestre, con todo lo que se mueva. Incluso el auto de Millie, un Ford Pinto color mostaza, es uno de los muchos elementos que pasan a formar parte de las imágenes alegóricas ligadas ambiguamente con que Altman ejecuta la cinta.
El que, contra todo pronóstico, Altman haya logrado salirse con la suya para hacer un filme tan personal bajo el auspicio de un estudio grande como 20th Century Fox fue un logro que hoy en día se antoja imposible: 3 Mujeres es una cinta que se percibe totalmente autónoma en su creación y desarrollo. No hubo ejecutivos que intervinieran o impusieran elenco, ni focus-groups que obligaran al director a cortar o cambiar secuencias cruciales para establecer una “coherencia” más accesible (y las más de las veces extraordinariamente estúpida) en la película. Tampoco hay un Happy End puesto con calzador.
Aún si esta es una cinta atípica, se mantiene congruente con el principio del director: nació de un sueño y se desarrolla como tal, por lo mismo, está libre de los compromisos que en una producción de estudio son de rigor.
Altman manda al demonio el rígido y lapidario precepto de algunos que indica, como escrito en piedra, que una cinta sólo funciona (léase: es buena) si consigue lo que pretende con su público objetivo.
Altman manda al demonio el rígido y lapidario precepto de algunos que indica, como escrito en piedra, que una cinta sólo funciona (léase: es buena) si consigue lo que pretende con su público objetivo.
Aquí el creador lo que hace es internarse en una serie de imágenes que están abiertas a toda clase de interpretación: cada quien verá lo que quiera ver.
Tanto Shelley Duvall como Sissy Spacek representan a sus personajes con la misma lógica de sueños con que Altman filma la cinta. Todas las idiosincrasias de Millie – hablar de manera incesante aún si el presunto interlocutor no escucha; su obsesión por los prácticos tips ofrecidos por las revistas (“Millie vive en House & Garden,” declaró la actriz en una entrevista de la época), coordinar su atuendo de acuerdo a la decoración de su departamento y actuar con una cierta ambigüedad moral al respecto de su vida sexual (nunca se refiere a sí misma como promiscua, aunque se percibe como una consumada femme fatale, aunque más bien parece el tipo de figura patética con la que alguno tiene o tendría sexo como limosna, aún si ella está convencida en su hueca cabecita de ser importante – fueron creadas por Duvall para darle una muy lograda tercera dimensión al personaje que se siente real en sus patetismos y anhelos.
Todos hemos conocido alguna vez a una mujer como Millie Lammoreaux, que se va todas las noches a la cama preguntándose por qué el mundo no la aprecia si es tan superior al montón.
Por su parte, al principio, Spacek es formidable al presentarnos a Pinky Rose – no es coincidencia la elección de los nombres y su esquema de colores, que va del rosita pálido al fucsia furioso conforme el personaje se metamorfosea- como una suerte de esponja que trata de absorber cuanto puede de la otra, que se fantasea su “supermaestra” y protectora, llegando al punto de emularla en todos los aspectos. Al principio infantiloide e hipotéticamente desamparada, Pinky se instala a vivir con Millie en el mismo apartamento tamaño huevo, y de inmediato se muestra arrobada ante sus interiores chocantes con-cada-cosita-en-su-sitio. El contraste entre personalidades, como es natural, conlleva a un conflicto, aún si Millie no supone que Pinky – de modo similar al empleado por la sigilosa Elisabeth Vogler (Liv Ullmann) con su enfermera, Alma (Bibi Andersson) en Persona- está robándole la personalidad al asomarse a sus pensamientos más íntimos y hacerlos suyos.
Por su parte, al principio, Spacek es formidable al presentarnos a Pinky Rose – no es coincidencia la elección de los nombres y su esquema de colores, que va del rosita pálido al fucsia furioso conforme el personaje se metamorfosea- como una suerte de esponja que trata de absorber cuanto puede de la otra, que se fantasea su “supermaestra” y protectora, llegando al punto de emularla en todos los aspectos. Al principio infantiloide e hipotéticamente desamparada, Pinky se instala a vivir con Millie en el mismo apartamento tamaño huevo, y de inmediato se muestra arrobada ante sus interiores chocantes con-cada-cosita-en-su-sitio. El contraste entre personalidades, como es natural, conlleva a un conflicto, aún si Millie no supone que Pinky – de modo similar al empleado por la sigilosa Elisabeth Vogler (Liv Ullmann) con su enfermera, Alma (Bibi Andersson) en Persona- está robándole la personalidad al asomarse a sus pensamientos más íntimos y hacerlos suyos.
Donde en la cinta de Bergman un personaje habla incesantemente, desnudándose – por así decirlo- de manera verbal, aquí Pinky comienza a infiltrarse en los secretos de la otra, al leer a escondidas su diario íntimo y a imitar sus gestos y gustos, así su modo de caminar e incluso, adoptando su nombre e identidad en un acto supremo de mimesis (tema que resurgiría con otras actrices notables, Bridget Fonda y Jennifer Jason-Leigh, en el thriller de Barbet Schroeder Mujer Soltera Busca -1992-. Lástima que en ese caso la confección fuera espléndida y el resultado vulgar.)
Luego de una serie de situaciones humillantes – Millie es plantada por sus “amigos” por lo que se desquita con Pinky, corriéndola a gritos del apartamento cuando llega acompañada de un muy ebrio Edgar-, la joven se arroja a la extraña piscina del edificio de apartamentos y es rescatada, en cierta forma, por la enigmática Willie, que pasea su espectral preñez por todos lados, sin decir palabra casi.
Quizá acosada por el remordimiento, o por el temor de perder a su público cautivo, Millie se torna en la guardiana de Pinky durante un periodo comatoso, del que emergerá como de una crisálida, convertida en una criatura feroz y sensual, capaz de atraer las miradas de todos – incluyendo la del elusivo Tom, galancete del edificio, que automáticamente manifiesta síntomas de resfriado para que Millie no se le acerque- y de alcanzar estatus de reina de la popularidad, que aquella imaginó suyo, en tiempo récord, incluso con Edgar.
A partir de ahí, la película, hermosamente fotografiada por Chuck Rosher, cambia drásticamente de tono y se vuelve una experiencia tenebrosa aún a pleno sol. Las situaciones se apartan de la realidad del primer acto, y mientras la escalofriante banda sonora de Gerald Busby parece irse volviendo inarmónica conforme se acerca el clímax, en los espejos se borran las siluetas, y ya no existe una sola Millie o una sola Pinky. Naturalmente, la resolución será tan alucinante como las secuencias oníricas de los personajes que moran su pesadilla, tan vívida como un juego de representaciones inspirado en uno de esos perturbadores murales sumergidos.
Clásico de culto que por años estuvo perdido en el limbo, 3 Mujeres sigue causando controversia aún ahora. ¿Qué quiso contar el autor? Altman no da muchas explicaciones: en su comentario al DVD de Criterion Collection – primera vez que la cinta está disponible al público después de más de veinticinco años- habla acerca de cómo lo concibió, pero para él es tan incomprensible en algunos aspectos, como lo fue para el público en el momento de su estreno.
Clásico de culto que por años estuvo perdido en el limbo, 3 Mujeres sigue causando controversia aún ahora. ¿Qué quiso contar el autor? Altman no da muchas explicaciones: en su comentario al DVD de Criterion Collection – primera vez que la cinta está disponible al público después de más de veinticinco años- habla acerca de cómo lo concibió, pero para él es tan incomprensible en algunos aspectos, como lo fue para el público en el momento de su estreno.
Sin embargo, esto no impide que sea uno de sus filmes más aclamados por la crítica, que sus actrices hayan ganado premios en el circuito de festivales y que tenga un lugar muy merecido como uno de los grandes filmes de los 70, que en el tenor de la época, obvia el desenlace convencional y, en un efecto Alicia/Dorotea, propicia que al llegar a la última escena, el espectador tenga más preguntas que respuestas, además de la ominosa sensación de que al menos por el espacio de dos horas, – Poe dixit- lo que fuimos y lo que vimos es un sueño dentro de un sueño.