"When there’s no more room in hell,
the dead will walk the earth;
they will make cemeteries their cathedrals
and the cities will be your tombs"
- Dario Argento
Como “yonqui” confeso de películas de terror –affair que inició en mi niñez con Los Pájaros de Hitchcock y más tarde El bebé de Rosemary de Polanski con Mia Farrow como perpleja madre de un engendro infernal-, quien esto escribe podría decir que ha visto casi todo en el género, desde cintas ultra gore como las magnum opus de Romero y Fulci, hasta obras indescriptibles como las enigmáticas El año pasado en Marienbad (Alain Resnais, 1961) o Día de campo en Hanging Rock (Peter Weir, 1975) que si bien no entran de lleno en el grado de cintas de terror, son de gran influencia.
En años recientes, el declive de la película de horror/terror – que ojo, no son lo mismo: en la cinta de horror el elemento perturbador viene de fuera y no puede controlarse (El resplandor), donde en la de terror, la alteración se origina dentro del hombre (El silencio de los inocentes) - se ha vuelto evidente y donde comercialmente se ha agotado la variedad (El aro, que tanta sorpresa causó, no es más que un replanteamiento americanizado de una serie de películas japonesas), han surgido algunas propuestas alternativas, que eluden la etiqueta de “película de miedo”, aunque lo sean: algunos ejemplos son Psicópata americano (Mary Harron, 2000), Se7en (David Fincher, 1995), la formidable Bajo la arena (Francois Ozon, 2001) o Mulholland Drive (David Lynch, 2001).
La idea de que se hiciera un remake sobre una película considerada clásico de culto y obra maestra del iconoclasta George A. Romero ha sido siempre considerada una invitación al fiasco (de hecho, uno realizado escena por escena en 1990 por Tom Savini sobre la clásica Noche de los muertos vivientes, ahora a color, fue estrepitoso fracaso); por lo que la aparición de la recién estrenada “nueva versión” de El Amanecer de los Muertos (Dawn of the Dead), inspirada en la cinta de Romero filmada en 1978 – y co-escrita por el mago del giallo italiano, Dario Argento-, causa dos fuertes reacciones al principio: escepticismo entre los fans y curiosidad por ver si las películas de terror pueden volver – realmente- a causar angustia y desazón al espectador en la sala cinematográfica.
La cinta es el debut de Zack Snyder, un célebre director de comerciales, por lo que Universal se la jugó aportando presupuesto elevado y elenco sólido, por lo que, en efecto, su versión de esta historia es una cinta de horror apocalíptico, aunque tiene cuidado de no caer en las convenciones del género, aunque las utiliza a más no poder.
La trama parte de la misma anécdota básica instituida en las cintas casi míticas de Romero: todo comienza un día cualquiera. Anna Clark (la excelente Sarah Polley, protagonista de obras maestras del cine independiente como Dulce porvenir y Mi vida sin mí) es una joven enfermera que trabaja en una sala de urgencias en Milwaukee, Wisconsin. Agotada pero contenta, termina su turno un viernes y llega a su casa, en un tranquilo suburbio residencial, donde la esperan los brazos de su marido y una existencia pacífica, lejos de su estresante rutina de hospital. De manera periférica a esto, vemos que hay indicios de algo extraño: enfermos repentinos con síntomas inexplicables y reportes ambiguos en CNN, pero Anna está ocupada con sus compromisos domésticos y de recién casada, no ve las noticias.
A la mañana siguiente Anna y su esposo (Justin Louis) despiertan para encontrarse, de repente y sin advertencia, en el infierno. Esta secuencia es tensa, brutal y muy bien realizada: esto es lo que la película de horror debe hacerle a quien la ve, atraparlo sin que se de cuenta y arrastrarlo a un remolino escalofriante; el espectador siente los golpes y la confusión tanto como los personajes. Algo espantoso ocurrió mientras la dulce y sensible Anna dormía: Los muertos recientes se despiertan y caminan, hambrientos y desesperados. Pronto, mediante mordidas, proceden a infectar a la población con su estado (ecos aquí no sólo de Romero sino también de la brillante Rabia, de David Cronenberg) lo que provoca que en cuestión de horas, el contagiado muera y se convierta en un zombi que procede a matar a todo aquél que se le acerque para comérselo. Cuando Anna, bañada en sangre, logra escapar de su casa, encuentra que su apacible vecindario es un campo de batalla con ambulancias que se lamentan, vecinos armados y monstruos asesinos que antes eran gente que ella conocía y quería. El mundo se acabó, por así decirlo, del crepúsculo al amanecer.
En total estado de shock, sin comprender lo que ha ocurrido ni lo que vendrá, Anna pronto se encuentra con un puñado de sobrevivientes: Kenneth, un policía (Ving Rhames), Michael, un hombre gentil (Jake Weber), y la pareja compuesta por André (Mekhi Phifer) y su compañera, Luda (Inna Korkobina), que tiene ocho meses de embarazo. Juntos encontrarán santuario en la llamada catedral de usos múltiples de esta época postmoderna: un lujoso shopping mall.
Cuando no haya más lugar en el infierno…
Hasta ahí, técnicamente, ésta podría considerarse un remake de la cinta hecha por Romero a fines de los 70, a manera de colofón de su primera cinta de magro presupuesto que vino a revolucionar la manera de narrar en celuloide. Ambos filmes – La noche de los muertos vivientes (1968) y El alba de los muertos (1979)- mostraban la reacción de personajes comunes ante el colapso de la “civilización”, en su caso, la sociedad consumista estadounidense; de hecho, el que se desarrollen original e “hija” en un centro comercial es altamente significativo, sin embargo, esta cinta es algo más: La “muerte viviente” se transmite a través de los fluidos corporales (como el VIH) y es más volátil que el Ébola, lo cuál resulta especialmente perturbador, casi tanto como el hecho de que en un cierto sentido, ellos son nosotros. La comparación es inevitable y, por supuesto, genera una ominosa sensación de malestar que persiste a lo largo de la cinta.
Partiendo de una premisa implausible que no obstante, se acepta de inmediato tras los primeros minutos de acción, los actores logran establecer su historia; así los zombis por turnos son ridiculizados, conmiserados e inclusive olvidados mientras los prisioneros de este paraíso utópico tratan de mantener coherencia en sus vidas. De los protagonistas, Anna tiene la filosofía más simple: sobrevivir es lo que importa. Así, desde la butaca, uno se solidariza y siente que está en la lucha por seguir viviendo junto con ellos, a veces riendo – el humor negro y ácido, es infaltable tanto en la obra de Romero como en la adaptación de James Gunn- y otras con la angustia arañándole las paredes del estómago.
Al acercarse al desenlace, hay preguntas clave que se vuelven aún más apremiantes: ¿habrá más sobrevivientes? ¿Podrán huir del mall?– esto se sabrá tras un clímax trepidante y les sugerimos esperar a que terminen los créditos... sean pacientes, que vale la pena.
El efecto permanente
Para ser un director joven, Snyder – alumno de David Fincher, diestro del moderno cinema amenazador- no decepciona: maneja una historia intrincada con mano firme y sin apasionamientos y los “guiños” que hace a los grandes (incluyendo a Kubrick y Polanski) , contribuyen a crear un filme atmosférico e impresionante, cuya ferocidad schizo-verité hace ver a la también estupenda Exterminio (de Danny Boyle) como película de Walt Disney.
Esta no es cualquier película de zombis, o algo que uno pueda olvidar fácilmente; se mete por debajo de la piel, es textualmente infecciosa y no apta para cardiacos. ¿Será que un género renace? La incógnita queda en el aire al salir del cine, casi como el miedo que genera caminar de vuelta al coche por un centro comercial desierto, sintiendo que alguien te observa.