Cuando de una película queda demasiado presente algún detalle marginal, la cosa ya no pinta bien. Y después de ver “Los ojos de Julia” no puedo dejar de recordar la admirable habilidad atlética de la Rueda corriendo los 100 metros llanos en plena penumbra calzada con unos tacones de vértigo. Pero la película debería dejar margen para otras consideraciones, claro.
Cuando uno ve mucha promoción, sospecha, como el santo ante la limosna demasiado grande del refrán castellano. Si nos presentan los trailers hasta en la sopa, no puedo evitar andarme con pies de plomo y buscando trazas de delito en cada rincón. Efecto perverso del exceso de publicidad en que uno sospecha de qué será que adolece aquello de lo que tanto se alardea.
Belén Rueda parecería quedar encantada si pudiera escapar de este registro fóbico y aterrado en la línea de saga de “El Orfanato” en la misma medida en que la película cae en la trampa de no tener en cuenta los innumerables ejemplos y antecedentes sobre invidentes que se han tratado en el cine. Ya hemos visto muchas veces un punzón (o una gota de ácido metido en un frasco-gotero de colirio) acercándose a una pupila ¿ciega? para estremecer al respetable público, pero el cine ya nos lo ha contado demasiadas veces para pedirle al espectador que vuelva a cambiar oro por abalorios. El director no cuenta con la inundación de secuencias que guarda el séptimo arte en todos los registros posibles, porque la ceguera ha sido recurrida desde todos los ángulos a lo largo de la historia del celuloide. Me vienen ahora a la cabeza una Barbara Stanwick ciega en “Disculpe, número equivocado”, hasta Rock Hudson ayudando a su amada Jane Wyman para expiar su sentimiento de culpa ante la ceguera de ella. Pero también otras cintas de tono festivo para maldecir a los snobs de Hollywood con un director que se queda ciego en pleno rodaje (Woody Allen) a quien su mujer (Tea Leoni) le hace de lazarillo para acabar lo que filma en “Hollywood ending”; o filmes de tono oscuro y angustioso del calado de la muy sobria e intensa Björk en “Bailando en la oscuridad”.
La ceguera fue motivo de heroicidad y conmiseración para los heridos de ambas guerras, con soldados de ojos vendados en muchísimas escenas de películas de guerra y posguerra. Y hasta Mary Ingalls queda ciega en “La casa de la pradera” pero demuestra que ciego y todo, se puede ser feliz. O también que ser ciego puede ser una desgracia si te roban en una barriada mexicana de mala traza como en “Los olvidados”, de Buñuel, en que el protagonista de la escena, a más de ciego acaba apaleado por no llevar calderilla a mano para contentar a los rateros. Todos estos registros existen y ya se explotaron suficientemente antaño. Cuando todo está dicho, no se puede pretender inventar la sopa de ajo, o el silencio debería alzarse como una alternativa original junto a algún registro nuevo e inexplorado todavía. Parece hora de empezar a hacer un cine inédito que vaya más allá de lo que se ha expuesto hasta ahora suficientemente bien.
Sin embargo, Morales dirige su película haciendo caso omiso (o igual es por desconocimiento) de lo que uno trae en la pupila, precisamente. La heroína que no parpadea ante el psicópata de aúpa que amenaza con pincharle el cristalino para medir si es ciega o si se hace, da al traste tanto con la escena como con la anécdota del hijo pródigo que regresa a una madre que se hacía la ciega para reconquistarle, máscaras burdas de locos demasiado planos. Huy, huy, huy… Esto huele a patraña en una ficción asaz atropellada que se balancea tópica entre el thriller coagulado y el melodrama de la vida nueva que brindan los donantes de órganos mientras la trama -previsible toda ya en la primera media hora- gotea espesa y hace que sobre la mitad de la película que se desinfla mientras intenta sobrecogernos con primeros planos hieráticos y otros sustos de atrezzo. Por desgracia, uno sabe enseguida que el asesino es el mayordomo, y así se corre el peligro de dormirse comiendo las palomitas.
Parece que el director tenía una lista de objetivos que quería narrar y va cumpliéndolos sin saber muy bien dónde colocarlos ni cuándo. Pero los mete con calzador y uno siente que los euros de la entrada se están quemando en taquilla: la madre que miente la ceguera… los ojos donados… el amor redentor… la intervención de la policía… En medio, el relato de un terror ancestral: perder la vista.
Tratado con todo respeto, hemos de decir que quedar ciego es una desgracia verdaderamente terrible, pero según lo cuenta el Director en esta película, parece que para la protagonista, la pretensión de una ceguera apenas pasó de ser los escozores superficiales de una conjuntivitis apenas fuerte. Y que además, finalmente se le cura.