Quiero vivir en América
El legendario musical de Broadway celebra sus bodas de oro con la pantalla gigante, tan vibrante como en su estreno
Miguel Cane
Romeo y Julieta, la arquetípica historia de amantes contrariados concebida por William Shakespeare en el siglo XVII, ha resultado ser la fuente de la que han brotado las más diversas historias de amor, siempre con la misma vertiente: cómo la fatalidad se atraviesa en el sendero pasional de una pareja joven e impulsiva, con catastróficos resultados. Como es natural, la trama la hemos visto muchas veces, aunque nunca ha sido de un modo tan sensacional como en su adaptación a uno de los musicales clásicos más aclamados en la historia del teatro, que celebra su 50 aniversario de haber sido llevado a la gran pantalla, convirtiéndose en filme legendario.
Por supuesto, estamos hablando de West Side Story - Amor sin barreras, concebida para los escenarios por la legendaria terna de Arthur Laurents, Stephen Sondheim y Leonard Bernstein, que es considerada una mítica joya de Broadway desde su estreno original, amén de contar con una extraordinaria versión cinematográfica realizada en 1961 por Robert Wise, que convirtió a la hoy extinta (y para siempre hermosa) Natalie Wood en figura icónica de su momento, al tiempo que redefinía totalmente el género, inaugurando una era de cintas musicales modernas y maravillosas que incluye filmes excepcionales como My Fair Lady, La novicia rebelde, Dulce Caridad o la mismísima Cabaret.
Fue en 1957 cuando surgió la idea de crear una versión musical y contemporánea, de la tragedia romántica por excelencia, adaptada a la Manhattan en ese entonces moderna (que, como todo el mundo sabe, hoy en día ya no existe mas que en documentos de la era, como son obras teatrales, novelas y películas), valiéndose del tema pungente en titulares – de ayer y hoy, algunas cosas no han cambiado – de la violencia urbana que crecía entre las juventudes locales. De este modo, en la hermosa película realizada en Panavision y a todo color, lo que fueran las aristocráticas y enfrentadas familias veronesas de Montescos y Capuletos pasaron a convertirse en las pandillas de los Jets y los Sharks en un encarnizado duelo por mantener el control de sus barrios en el lado oeste de Manhattan (en aquél entonces sede de familias de clase trabajadora, inmigrantes extranjeros y algunos bohemios, hoy convertida en refugio de millonetas y estrellas de cine), mientras que la pareja de enamorados separados por las circunstancias se transforma en la conformada por el noble y generoso Tony (Richard Beymer, a quien algunos recordarán como el sórdido y pervertido Benjamin Horne, en el adictivo y surrealista teledrama lynchiano Twin Peaks) y su bienamada María, la dulce y sensible costurerilla portorriqueña que sueña con el amor porque es lo más cerca que ha estado de él, hasta que conoce al joven repartidor de un delicatessen, que con ternura le abrirá el corazón y le cambiará la vida para siempre (una interpretación monumental de la Wood, que estaba recién salida del set de Esplendor en la hierba, donde el enormísimo Elia Kazan la hizo pasar por un colapso mental frente a la cámara como la noviecita despreciada y malquerida de ese dios efebo que era Warren Beatty).
Lograr una ambientación totalmente moderna para lo que podría haber sido un cliché, fue un triunfo que no pasaría inadvertido y que, aún hoy, sigue cautivando al público, tanto así como la espectacular y cuidada coreografía de Jerome Robbins (que compartiría, en la versión cinematográfica, crédito con Robert Wise como director), misma que crea auténticos cuadros caleidoscópicos de poesía en movimiento con cada uno de los actores en escena – incluyendo a George Chakiris como el obtuso Bernardo y la sensacional y vivaz Rita Moreno como Anita, en interpretaciones que ganaron Oscar – lo que provoca una descarga de adrenalina en el espectador.
Pero para lograr su hechizo insuperable, la obra no sólo se vale de esto, también se apoya en lo que en su momento fueron nuevos géneros y estilos musicales, que vinieron a romper todos los esquemas de las puestas en escena como ésta: así, Bernstein se vio versátil y lo mismo experimentó con el jazz, la música pop y los ritmos tropicales (después de todo, estos chicos vienen de la isla del encanto), sin dejar de lado el ‘crescendo’ orquestal; todo esto acompañado por un libreto que aborda una crítica social que no pierde vigencia: aunque sean alegres y vibrantes, las letras del incorregible y observador Sondheim con dulcísimo sarcasmo hablan sin eufemismos sobre el racismo y el clasismo (la maravillosa ‘I want to live in America’, con todo y su cadencioso movimiento), sobre la violencia que irrumpe en las calles, la falta de comunicación entre generaciones (‘Officer Krupke’), el coqueteo con las drogas ('Cool'), la desintegración de la familia tradicional, el alegre vandalismo, la insatisfacción y el deseo de ser algo más (la encantadora ‘I feel pretty’, que con sus letras de doble y hasta triple sentido se ha convertido en favorito de alegres vodeviles homosexuales) y, por supuesto, el amor en toda su sobrecogedora devoción, representado por temas memorables como son ‘Tonight’, ‘María’y la conmovedora ‘Somewhere’, que han trascendido convirtiéndose en parte del repertorio de algunos de los más aclamados cantantes de música popular en el mundo, como Frank Sinatra o Barbra Streisand, que las incorporaron a sus presentaciones en vivo desde hace muchos años (aunque hay que apuntar que ni Beymer ni Wood cantan: son doblados por Marni Nixon y Jimmy Bryant).
La película, que no parece haber envejecido al cumplir sus bodas de oro con el público, muestra cómo la tragedia y el amor conviven tomados de la mano, uno sin excluir al otro, en tres horas de deleite, de emoción, que alegran y estrujan al corazón, lo cual es la razón principal de existir del cinema, y este es un ejemplo de que un clásico no tiene porqué perderse en el olvido y que de hecho, vivirá por siempre, en todas sus manifestaciones.