Claudi Etcheverry
John Carter es un veterano de la Guerra de Secesión que es llamado a volver a filas, pero que al negarse es apresado y encarcelado por desertor o algo parecido. Consigue huir de su celda y en su escapada, va a dar a una gruta en la que coincide con otro fugitivo. Allí descubre que el otro lleva un extraño medallón y al tocarlo, por un conjuro cosmológico, el sorprendido Carter aparece en el mismísimo Marte –que los aborígenes llaman Barsum– un planeta que todos creíamos muerto pero que en realidad parece que en la cinta lo dan por bien vivo y en plena efervescencia bélica entre dos estirpes locales, los tharks y los therns. Las ciudades de Zodanga y Helium están enfrentadas en una guerra mientras el planeta languidece por los abusos pretéritos de los marcianos sobre su medio ambiente; quien gane esta guerra parece que se hará con el poder total del planeta rojo. También están los jarks, los óbinei, la expresión oc ojem octei buis, Isus... Por suerte existe un jarabe traductor que dan a Carter en las primeras escenas y tras una leve cefalea ya es traductor simultáneo marciano-terrestre / terrestre-marciano con corrector gramatical, una suerte.
El director Andrew Stanton había llevado muy bien el entretenimiento de “Toy Story”; un poco menos bien “Wall-E” por culpa de no haber encontrado la frontera entre entretenimiento y filosofía existencial de la soledad; y algo menos todavía en “Buscando a Nemo”, que nunca acabó de convencerme. Sin embargo, cualquiera de esas tres le gana a “John Carter” por goleada. A un cuarto de hora de andar la película, la sensación de “Ésta ya la he visto”, es imparable: es la típica disyuntiva del héroe involuntario que transforma la nostalgia de su hogar y su pasado en enarbolar la rebelión de una casta a la que acaba de llegar, arrastrado por una lucha que tiene ese regusto inexplicable del furor del converso pues a poco de estar entre los verdes, John Carter es más marciano que ninguno. También repite el amor de Han Solo y la Princesa Laia “Rodetes“, de “Star wars” que presta el molde exacto al ardor voluptuoso de Carter con la princesa barsuma (marciana) Dejah Toris, quien con su abundante anatomía corta el hipo aunque uno se quede preguntándose al final de la película cómo habrá hecho para consumar su amor con el terrícola (más que cómo, por dónde, porque de cópulas marcianas, sé poco). La permuta de John Carter de su familia terrestre por la princesa Dejah Toris se puede comprender, incluso sin saber cuan hermosa podía ser su primera esposa terrícola: la marciana da juego para querer romper el pasaporte sideral y rogar quedarse junto a ella por toda la eternidad en el planeta que fuere. También está la escena de la impericia del pobre Carter metido a auriga de un enjundio tecnológico volante que es copia exacta de la escena de la carrera de pods con Anakin pilotando uno de ellos en “La guerra de las Galaxias”. Hay que recordar que el perrajo extraño que se encariña con Carter en las llanuras marcianas (perdón: barsumas) haciendo de mascota simpática ya no merece ni una lista de antecedentes porque sería simplemente in-ter-mi-na-ble y podríamos comenzar por Lassie y acabar por Chubaka, pasando por el delfín Flipper o el perezoso Sid de “Ice age”.
La cinta no acaba de arrancar nunca. Con toda la carne al asador y una batería interminable de recursos de animación de gran perfección visual, la película al final se trata de nada y cuelga pusilánime de una historia tan esmirriada como vista cientos de veces. Debo confesar algo que me pasa a menudo: cuando una historia de estas tiene un glosario infinito de términos raros, la cabeza se me pone en off sin quererlo, y ya casi todo me da igual entre klingons y reductores neogénicos de plasma. Peor todavía si encima parece que estás viéndola en versión original subtitulada en marciano porque el guión de “John Carter” da tantas vueltas y reveses que ya no se sabe para dónde va. No se puede pretender montar toda ese andamiaje de cine a la rastra de unos actores guapos y cuatro posturitas. No por casualidad, la productora Disney, tras enjugar unos 200 millones de dólares de pérdidas en este proyecto, la declara como uno de los desastres financieros más altos de la historia del cine. Al menos, los ecologistas rescatan el ejemplo de que si se puede romper el planeta Marte por su uso y abuso, eso podría ser aleccionador para la Tierra, aunque los verdes militantes de aquí no sean los suficientes como para salvar la deforestación de las taquillas mostrando los verdes de allá. Y que el chiste cueste 200 millones de verdes.
De cosas vistas, a esta película no le falta casi nada. Incluso metidos a romanos para ser devorados en un circo, Carter y su amigo tienen que vérselas con un monstruo marciano que viene a merendárselos y que es una copia de Copito de Nieve, el célebre gorila albino del zoo de Barcelona aunque por lo menos, hayan tenido la originalidad de hacerle crecer cuatro brazos y dos patas a la versión alienígena del mico. Es de celebrar que hayan tenido la delicadeza de no meter una gorila enorme cubierta con una sábana y dando sustos, porque entonces y para sacarnos la mala baba, no hubiésemos podido evitar llamar a esta cinta “La monaza fantasma”. Nos queda el dicho marciano pronunciado por la princesa Dejah para la posteridad: “Un guerrero puede cambiar de armadura pero no de corazón”. Por mí, como si cambia de planeta.
John Carter.
EUA, 2012
Director: Andrew Stanton; con Taylor Kitsch, Lynn Collins.
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