Claudi Etcheverry.
La doctora Margaret Matheson y su joven ayudante, Tom Buckley son dos científicos aplicados a seguir casos de fenómenos paranormales para deslindar si lo son o si son solo patrañas de charlatanes o farsantes. El regreso a la vida pública de Simon Silver -un conocido mentalista de treinta años atrás- enciende la curiosidad de los dos científicos. Están en una universidad que les da poco apoyo presupuestario, y entre ambos hay un afán honesto por determinar qué hay de cierto en los milagros, sin ser descreídos. Simplemente buscan, pero nunca encuentran. El regreso de Silver se produce a bombo y platillo en un estudio de televisión bajo la mirada de otro director de laboratorio (de la misma Universidad donde trabaja Matheson y su equipo) que ha conseguido la financiación necesaria y ha puesto los medios científicos para seguir el fenómeno de cerca, en un país en que los intereses de los patrocinadores muchas veces son un valor determinante en los objetivos de los estudios. Estas condiciones son el acicate para que la doctora Matheson se aplique a ello, aunque muere en medio del proceso. Una extraña conjunción de dolor y furia lleva a su ayudante a entrar en materia mucho más obsesionado que lo que resulta controlable. La película plantea una lucha abierta entre Buckley y Silver para establecer ante la opinión pública qué hay de cierto en todo ello.
Casi todos recordamos al israelí Uri Geller doblando cucharillas en los bolsillos de los espectadores en los años 70, y sin tocarlas. Por otra parte, Rodrigo Cortés como guionista, detecta que cada vez más hay en el aire algo que llamo misticismo cuántico, no con ironía sino por no saber qué nombre tiene una corriente presente en el pensamiento actual. Lo llamo así ya que sus cultores tampoco le han puesto nombre a esta combinación indivisa de tiempo, espacio, materia y espíritu. En el misticismo cuántico se plantean dos problemas que la película presenta también: está el problema de la medición de los fenómenos, sumado al problema de la interpretación de sus consecuencias. Desde esta posición, los datos científicos siempre acaban por caer en un saco u otro bajo la mirada de los observadores -cuando no de sus divulgadores- y los resultados de pruebas y ensayos no son concluyentes en un sentido ni en otro, sino que después son objeto de interpretaciones en una u otra dirección. No discuto ni lo uno ni lo otro, ni propongo que el espíritu tercie en la materia ni deje de hacerlo, o sobre el cuerpo y la salud, que la leche no se corte bajo una pirámide de vidrio o que un tipo de piedra pueda determinar nuestro devenir por simple presencia en nuestras casas o en un collar. Que cada quien crea en lo que necesite.
El director Rodrigo Cortés vuelve sobre el asunto con una película desigual y pretenciosa que no acaba de ser ni chicha ni limonada. Navega a dos aguas entre el terror y la fantasía científica sin decidirse por lo uno o lo otro, y no se juega a ponerse a favor de la ciencia ni a favor de la creencia, aunque eso le habría supuesto la ventaja de reforzar la línea argumental en una dirección o en la otra. La rotunda “Buried” que le precede en su producción de niño prodigio (este gallego empezó a hacer sus cortos a los 16 años) no le ayuda y posiblemente uno esperaba más y más, y recibe menos. Algunos recursos como los numerosos chisporroteos resultan de poco peso, y la toma con los periodistas en hilera dando explicaciones fragmentarias como si hicieran las veces de un relator en off es muy pobre. La pelea en el baño y el terremoto en el teatro caen como caprichos del director sin anclaje real en el clima de fondo de la película. Con muchos menos elementos y cuarenta años antes, ya todos sabemos por qué “El exorcista”, de William Friedkin, generó un clásico de todos los tiempos. Su línea argumental era solamente una, pero potentísima: Friedkin no se debatía para decir si existen dios y el diablo, sino que dedicaba su cinta a mostrar cómo luchaban en el cuerpo de una niña a la que convertían en su campo de batalla mientras era el espectador quien se ponía a un lado u otro de la diatriba riéndose de nervios o con los pelos de punta. En “Cisne negro” nadie discute si la obsesión de Natalie Portman bailando es buena o mala: es un hecho, y solemne se constituye en el eje de la trama.
En “Luces rojas”, el parapsicólogo Silver no cae en la tentación de las chapuzas de santón. El glamour de sus ayudantes (con Joely Richardson, hija real de Vanessa Redgrave, entre sus acólitos), y algunas entrevistas periodísticas (simuladas en la película en la línea de una Oprah Winfrey) le dan un aura de prestigio. El argentino Leonardo Sbaraglia interpreta a otro mentalista llamado Palladino al que finalmente descubren plenamente en su fraude. Pero en el caso de Silver eso no está claro, como tampoco está claro en el guión el objeto de Buckley y su obsesión, que estalla magullado en un debate final abierto en el teatro en que Silver presenta su espectáculo y que deja a todos, eso: boquiabiertos, y sin respuestas. Estaba planteado como un enfrentamiento pero al final, acaba en tablas. Lo dicho: ni chicha, ni limonada.
Luces rojas / Red Lights, de Rodrigo Cortés
Director: Rodrigo Cortés; con Sigourney Weaver, Cillian Murphy, Robert de Niro, Elizabeth Olsen, Joely Richardson. España-Estados Unidos. 2012.
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