Claudi Etcheverry
Oskar Schell es un niño de nueve años que pierde a su padre en el atentado a las Torres Gemelas. Por casualidad, encuentra una llave en un jarrón en el armario de su padre fallecido, y eso le lleva a creer que tiene que haber alguna cerradura por abrir en alguna parte de la ciudad, ¿pero dónde? Se lanza entonces a una búsqueda de esa supuesta puerta en una carrera contra el tiempo para retener al padre que ha perdido. Ese motivo central podría haber dado paso a un filme grande, pese a que en el deseo de meterse al espectador en el bolsillo finalmente y por exceso, quede en agua de borrajas.
Hay que reconocer toda la carne que se echó al asador con un reparto de postín y buen montaje, pero prácticamente ni un solo minuto de la trama se hace verosímil y el guión se cae a cachos porque durante toda la cinta uno se queda esperando que aparezca un brote de sensatez emocional, de piel, de lágrimas auténticas, de dolor real, de ausencias, de duelo individual en medio de semejante duelo colectivo, en cualquier gesto consistente, pero no. El drama brutal del 11-S dejó a medio mundo y a una ciudad entera en una deriva incomprensible y atroz, y Daldry se mete en el dudoso sayo convencido de que tiene derecho a timonearla. El 11-S es un instante bestial de nuestra historia, una fractura moral y afectiva que ha cambiado nuestros días y se mantiene en la trastienda de la consciencia de todos nosotros; lo que resulta extraño es que al presentarlo entre semejantes artificios se corra el riesgo de banalizarlo porque a pesar de haber sido respetuoso, si el director no responde con un marco adecuado a semejante dimensión humana, no parece de oficio que la use solamente de trasfondo. Hasta mirado desde el punto de vista de la conveniencia dramática, no ha sabido aprovechar la conjunción que se le ofrecía en un mensaje impresionante que podía dar.
Hay películas que hablan por si solas, que transmiten montañas de sensaciones e imágenes con una economía realmente digna de mérito. Y están las que dan que hablar, más que lo que ellas mismas dicen. Esto supuso una primera confusión en la valoración que arrimó a esta producción incluso a las orillas de los Oscars-2012. Es innegable que el atentado contemporáneo de mayor impacto en la concepción de la fragilidad de nuestro tiempo, de nuestras existencias y de nuestra condición, daba para hablar, claro, pero a fuerza de sumar acrobacias metidas a empujones, la cinta consigue que uno no se crea nada. Los monólogos de Oskar (un potente Thomas Horn), la reflexión final de la madre, el desparpajo del mocoso con el portero de la finca en que vive, las conclusiones a que llega ese niño de 9 años... El director traslada confundido la posible capacidad intelectual de la criatura a la esfera de la experiencia y de la agudeza existencial, creando un bicho irreal que ni siquiera mueve a risa. Porque cada vez más se hace difícil que un reparto de prestigio, tomas hermosas y buen ritmo sean capaces de suturar un guión que no se sostiene en una película que no era de ficción. Me encanta el cine y me priva cuando las vicisitudes humanas se trasuntan sin doblez, cuando aparecen con la naturalidad de la vida misma y un buen director o un buen guionista le añaden además el ingenio de quien sabe observar lo que no está a la vista. Pero una cosa es que propongan una trama que me acerque al llanto y otra es que me tomen por idiota con un niño irregular por todas partes, una madre atáxica que ve inerme cómo el chaval se desmorona, y una fábula redentora de una Sandra Bullock pan-orámica (la que todo lo ve) que nos cae al final intentando darle la vuelta a un guión que sin remedio fue a estrellarse pasando de largo en una supuesta gincana en la ciudad de Nueva York y que no acabó por interesarme en ningún momento.
Hay recursos de cine llenos de imaginación, plenos de mirada secreta, henchidos de emociones delicadas, verdaderos universos abiertos mediante gestos fugaces, precisos, y universales, como la rabieta de Conrad Jarrett (aquel jovencísimo Timothy Hutton) en “Ordinary people” (“Gente corriente”, en España) al descubrir el núcleo de su conflicto en la sesión con su terapeuta; o “Cinema Paradiso” con sus pinceladas llenas de nostalgia. Pero Stephen Daldry se pone ampuloso y no controla la vehemencia mientras controlaba los Oscar 2012 por el rabillo para ver si caía algo (para los que incluso estuvo propuesta como Mejor Película) y el big bang se transforma en un big crunch en el que todo se contrae. Da la impresión de que había que ser muy chulo en la Academia de Hollywood para descartar esta película con el 11-S de trasfondo y que eso no encendiera una polémica por impíos, porque todos conocemos los intríngulis de los Oscars entre al arte, la política, y la opinión pública. Al final, ganó la sensatez aunque le haya tocado el premio a otra película también bastante discutible (The artist). La fábula de Andersen tiene vigencia y parece que nadie quiere decir que el Emperador esté en calzoncillos: The Artist me gustó mucho, pero no para la adhesión histérica que produjo en una batahola eufórica en la que parece que nadie encendió la luz.
Uno se reconcilia con la otra propuesta a los Oscars, la del sueco Max von Sydow como Mejor Actor de reparto (que finalmente se llevó Christopher Plummer, por “Beginners”). Max von Sydow sí que es un monstruo, porque hay gente que emana tensión dramática sin apenas mover nada, como la intensa Viola Davis, fea y magnética a partes iguales. La cinta consigue que el único actor mudo de la trama haya sido quien transmitiera más que todos los otros juntos. Y encima, sin decir ni mu durante dos horas en pantalla.
Tan fuerte, tan cerca (Extremely loud, and incredibly close)
Director: Stephen Daldry; EUA, 2012, con Thomas Horn, Tom Hanks, Sandra Bullock, Max Von Sydow, Viola Davis.
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© 2012 Claudi Etcheverry, Sant Cugat del Vallès, Catalunya, Espanya-España