Robin y la sonrisa triste
Miguel Cane.
Seguramente habrá muchas notas estos días que hablen de Robin Williams. De su deslumbrante carisma o su manera casi innata de hacer reír a los demás, de su filmografía, que en años recientes había decaído casi totalmente en la autoparodia y la complacencia, en la película hecha con el único fin de ganar dinero — algo que también hacen desde hace años DeNiro, Pacino y Nicholson, sin que nadie realmente les lea la cartilla por lo mismo —. Esta no pretende ser una nota periodística, ni un recuento de sus personajes (aunque algo habrá de ello). Tampoco es mi intención aventarme una diatriba acerca de por qué los comediantes combaten la depresión por dentro, mientras sueltan la carcajada por fuera, y cómo este hombre finalmente perdió la batalla contra sus demonios personales.
Para los de mi generación — los que ya dejamos atrás los treinta — Williams siempre será Mork de Ork, el extraterrestre que exclamaba “¡Na Nu! ¡Na Nu!” y nos contagiaba con su excentricidad entrañable. Esa es la primera imagen indeleble que dejó en el mundo entero. Después de esa extravagancia insólita en la pantalla chica, tuvo su debut en cine encarnando a Garp, el personaje creado por John Irving, en la versión cinematográfica de El mundo según Garp — de George Roy Hill, 1982 —, donde al lado de Glenn Close (como su poco ortodoxa madre), John Lithgow (como un ex futbolista de la NFL convertido en dulce y sensible mujer trans) y Mary Beth Hurt (una de esas grandes actrices que injustamente han ido evaporándose en el olvido) presenta lo que sería su vena más brillante en el terreno histriónico: el hombre simpático, de humor estrafalario y cándida humanidad salpicada de patetismo; un doloroso y a un mismo tiempo, sonriente espejo de nosotros mismos.
La fama es algo inevitable cuando se tiene un talento tan crudo, tan eléctrico. Finalmente, acaba encontrándolo a uno y escapar de su abrazo, tanto cálido como maldito, es imposible. Así lo vimos hacer tantas cosas delirantes — darle su merecido a una odiosa Sally Field en Mrs. Doubtfire, para poder seguir cerca de sus hijos, recurriendo al travestismo, encarnar con una gracia insondable al genio de Aladdin —, si bien la sensación que queda, es que Williams todo lo que quería, más allá de la hiperlalia y la hiperquinesia, de los ademanes característicos, las múltiples voces y la (a veces insoportable) genialidad neurasténica — era que alguien le hiciera caso. El exhibicionismo en él no era meramente tal cosa, tenía un objetivo perentorio: ser querido por alguien y lo lograba casi siempre.
Por supuesto, es recordado por su variopinta filmografía, y en un caso de sutil ironía, casi todas las películas que se recitan ahora —Sociedad de los Poetas Muertos y Good Will Hunting, ambas indigestas en sus mensajes positivistas y de superación personal; Hook y Flubber, que le iluminaron la infancia a los que fueron chicos en los 90, pese a ser bastante malitas; la sensiblera Más allá de los sueños, la infame Patch Adams, tan sobrevalorada en su ramplonería abyecta, Despertares o la ya mencionada Papá por siempre— comprenden una parte rutilante, en una carrera tan ecléctica como su propio intérprete. A Robin Williams, personalmente, lo tengo presente entre mis afectos por otras menos populares entre la tropa: The Fisher King (lastrada con el estúpido título de Pescador de Ilusiones), magistral trabajo de Terry Gilliam, con esa fabulosa secuencia coreografiada en la Grand Central Station de Manhattan; Insomnia, de Christopher Nolan, filme menor — mas no por ello menos interesante —, en que encarnaba por primera vez a un amoral asesino en serie (y de paso, le daba una revolcada a Pacino); la perturbadora Jumanji, que de manera subversiva se vendió como película para niños, pero en realidad es una fábula siniestra sobre la infancia perdida y el caos; también Las aventuras del Barón Münchausen, la ácida y amarga ¿Quién mató a Smoochy? (dirigida por Danny DeVito) en la que se burla de la industria de la TV para niños a los que trata como imbéciles; su intrigante trabajo en Retrato de una obsesión (de Mark Romanek) y esto sin dejar de lado su aparición como el doctor Cozy Carlisle, psicoanalista de incógnito que trabaja en un supermercado y es pieza clave para ayudar a un detective privado (Kenneth Branagh) a resolver el misterio de una hermosa amnésica (Santa Emma Thompson) en la neo-hitchcokiana Volver a morir.
En años recientes, la imagen pública de Williams era de alguien medio insoportable por intenso y sus últimos filmes fueron — con la excepción de World’s Greatest Dad, otra comedia cruel — innegables churros. Pero reducirlo a sólo eso es algo simplista. Era alguien atormentado, sí, pero no renunció a su humor pese al precio de la depresión. Se lleva acaso, la última carcajada en el humor negro (que era el que más le gustaba); lástima de tanto esfuerzo, Gwyneth Paltrow. La interpretación definitiva y más convincente de Sylvia Plath es la que hizo Robin Williams al irse de este mundo.