11 nov 2008

En memoria de Michelangelo Antonioni - Y cae La Notte

Por Miguel Cane

Y hoy, Antonioni.

Apenas pasa la resaca de Bergman y de pronto, lo sigue el italiano.

Tenía 94 años, por lo tanto, tampoco es de sorprender, pero lo mismo, no por ello el boquete es menos grande o la pérdida menos dolorosa para los que, en las salas oscuras del alma, observamos las escenas meticulosamente armadas que montaba, casi a manera de naturalezas muertas, con la angustia de la vida moderna -- su tema recurrente- apenas contenida detrás de los ojos enormes, empavorecidos y a la vez serenos de Monica Vitti.






Antonioni tiene un cuarteto de cintas que le ganan su lugar indiscutible en la historia: L'Avventura (1960), La Notte (1961), L'Eclisse (1962) y Deserto Rosso (1964). Éstas son cuatro de mis películas preferidas de toda la vida, especialmente las dos de en medio, una con Jeanne Moreau, Marcello Mastroianni y Monica -- en esa época, Signora Antonioni, aunque no eran casados- y la otra con la Vitti y un muy joven Alain Delon.


En ellas, se hace un retrato sin accesorios de la vida en común, de los caminos que se bifurcan y de las emociones que muchas veces suprimimos para poder seguir viviendo.


En L'Avventura, la historia gira en torno a la desaparición, durante una excursión a una isleta desierta del mediterráneo, de una joven llamada Anna (Lea Massari), cuyos amiguitos ricos al principio tratan de encontrarla y poco a poco la van olvidando, mientras su amante, Sandro (Gabriele Ferzetti) y su mejor amiga, Claudia (Vitti), se relacionan, involucrándose en una crónica del desencanto y dejando de lado el misterio.


La cinta causó sensación y aunque Antonioni ya era conocido, ésta fue la tarjeta de presentación para la fama internacional. Provocó furor en Cannes y le dio la suficiente libertad para hacer el cine que él quería; así, mientras Fellini exploraba las luces rutilantes y las extravagancias de la vida y mientras Visconti arrancaba la piel a la sociedad para exhibir su nervio, Antonioni se volcó a encontrar las formas que tenemos de mentirnos a nosotros mismos, de no comunicarnos aún en la misma cama.


Ese fue su tema principal en La Notte, donde un matrimonio convencional -- el divino Marcello y la Moreau, suprema- poco a poco se va desintegrando moral y psíquicamente en el transcurso de veinticuatro horas: es una película que rompe el corazón, lo hace girones; y lo hace sin estridencias ni melodrama. La cámara sigue a Lidia (Moreau), la esposa del escritor y perodista Giovanni Pontano, por las calles de Madrid, mientras trata de recuperar el sentido de su matrimonio, recordar por qué está casada con ese hombre. Posteriormente, acuden a una fiesta de sociedad; ambos coquetean con la idea del adulterio, pero el desenlace es tan ambiguo como contundente.

Esto lo hace Antonioni valiéndose de muy escasos diálogos, pero estos se manifiestan de una forma brillante; se clavan cuidadosamente, como espinas, cuando es necesario. No ofrece explicaciones ni las busca. Y esto, si bien (como en el caso de Bergman) no le valió ser popular ante el grueso de los espectadores, le pudo hablar a algunos más claramente que otras cintas europeas o americanas de la época.






En El Eclipse, presenta lo que es su obra magistral: la historia de Vittoria (Monica, siempre Monica), una neurótica y joven traductora que rompe con su prometido ante la imposibilidad de comunicarse con él y se precipita de inmediato a una relación física y ardorosa con el hermoso -- sí, no hay otra manera de describir a Delon en este periodo post-Rocco y sus hermanos- corredor de bolsa Piero, que es vivaz y sensacional, lleno de esa furia que a ella le falta, pero del que eventualmente tendrá que alejarse al no poder resistir su presencia material, obnubilada ella por su propia imposibilidad de hablar, aunque domine varios idiomas.

La película abandona los esquemas rutinarios y ha sido definida por algunos historiadores de cine como de horror moral o social: los jóvenes concuspiscentes contrapuestos a un mundo estéril, frío y perfecto; la Roma que se vuelve cosmopolita y sin embargo por momentos pareciera un iglú. ¿O es en el corazón de ella donde comienza la antártica?

La culminación de esta búsqueda del anti-yo en el mundo cómodo de la clase media con aspiraciones llegaría en su primer experimento a color: El Desierto Rojo. Aquí, Monica es Juliana, la mujer del ingeniero, un ama de casa y madre de familia cuya endeble psiquis se disuelve en una serie de alucinaciones en la ciudad industrial de Ravenna. Ella oculta a su marido que está perdiendo la razón y después se precipita a una relación clandestina con otro ingeniero, Conrado Zeller (Richard Harris), al que encuentra intoxicante y que será, en cierta forma la piedra que acabará por hacerla trizas.


Después del éxito obtenido en Italia, Antonioni se extendió hacia otras partes: realizó un experimento glorioso en Blowup: Deseo en una mañana de verano (1966), una vaga adaptación del cuento de Cortázar Las babas del diablo, acerca de un joven fotógrafo de modas en el memorable Swinging London llamado Thomas (David Hemmings), que al tomar fotos en un parque de una pareja, se ve envuelto en un asesinato. O tal vez no. Vanessa Redgrave, hermosa y altiva, es una misteriosa mujer que tal vez se llame Jane. O tal vez no. Y todo lo que vemos tal vez sea real. O tal vez no.

Mucha gente se muestra frustrada con Blowup por su reticencia a dar explicaciones formales a las imágenes en pantalla. Se rehúsan a aceptar la aparición de la siniestra troupe de pantomima como algo natural y por lo tanto, inexplicable, igual que la extraña sesión fotográfica con una elevadísima Verushka interpretando a una top model llamada ¡Verushka!... sin embargo, la película no pide más que la apertura de la percepción.

Es cine experimental en el sentido más llano de la palabra; se experimenta, no se racionaliza... aún si algunas secuencias podrían elicitar la impaciente respuesta de alguno que exclamaría en plena sala "¡me aburroooo!". Esto lo sé, porque lo he visto.






Hay otras cintas en la obra de Antonioni, pero quizá sean estas las más representativas.

Igual que su colega sueco, Antonioni se va a otra parte, pero deja un brillante legado de imágenes preciosas para proyectar en la oscuridad y así rendirle un mínimo homenaje.

Se van poco a poco los grandes, que ya se habían establecido, dejado su huella indeleble. Y uno se pregunta quién vendrá. Hay otros, sí, pero mientras tanto, la pérdida, el silencio, así es como se sienten.


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