Miguel Cane
La mujer cuyos enormes ojos y atractivo poco convencional (nadie se atrevería a llamarla ‘hermosa’, aunque inexplicablemente lo fuera), que se convertiría en leyenda a base de su férrea voluntad, nació el 5 de abril de 1908 en Lowell, Massachussets, con el patronímico de Ruth Elizabeth Davis. Niña de carácter introvertido y acomplejada en un principio por ‘no ser bonita’, se convertiría con el paso de los años en una de las más importantes actrices que ha conocido el mundo del cine, capaz de provocar con sus interpretaciones todo un cúmulo de emociones, yendo de la pasión ardorosa a la más absoluta repulsión, algo que perdura en públicos de todas las generaciones.
Bette fue la segunda hija del abogado Harlow Davis y de Ruth Favor Davis, quienes se divorciarían cuando la futura actriz solamente tenía ocho años. Bette y su hermana Barbara, a la que adoraba, quedaron en custodia de su madre, que comenzó a trabajar como fotógrafo, para sostener a la familia, en Boston. Del padre no volvieron a tener noticias. El primer objetivo profesional de Bette fue ser bailarina, pero desechó la idea para intentar buscar fortuna como actriz, protagonizando diversas producciones escolares y representaciones de teatro estudiantil. Apoyada por su madre, que le reconoció el talento y el tezón, se instaló en Nueva York y terminó estudiando en la Escuela de Interpretación de John Murray Anderson, poco después de ser rechazada por la legendaria Eva Le Gallienne, toda una figura de la escena, quien años más tarde, reconocería su error. En 1928, comenzó a actuar con la compañía teatral de George Cukor en Rochester, pero el famoso director terminó expulsándola, aún si años después acabarían siendo amigos. Un año después debutó en Broadway con gran éxito, con la obra Platos rotos.
Este triunfo escénico llamó la atención de los estudios Universal, que le ofrecieron un contrato en 1930, debutando en el cine con la película The Bad Sister (1931), dirigida por Hobart Henley y co-protagonizado por Conrad Nagel y Sidney Fox. A esta seguiría una serie de películas menores, hasta que Bette se firmó con la Warner bajo la mediación del actor George Arliss, que le consiguió un papel para la película The man who played God (1932), aún si la gran oportunidad para impulsar su carrera llegaría en 1934, cuando la Warner prestó a Bette a la RKO, para protagonizar un papel junto a Leslie Howard un film dirigido por John Cromwell titulado Cautivo del deseo (1934), una obra maestra basada en la novela de William Somerset Maugham Servidumbre humana, que le sirvió para perfilar su personaje más característico, una mujer fuerte y pérfida, de bajos sentimientos y gran vigor dramático.
Otros títulos destacables de finales de los años 30 y comienzos de los 40 fueron Amarga victoria (1939) de Edmund Goulding, Juárez (1939) de William Dieterle, en el que interpretó a la trágica Carlota Amalia de Habsburgo, La solterona (1939), La vida privada de Elizabeth y Essex (1939), de Michael Curtiz que protagonizó, como Isabel I, junto a Errol Flynn, La carta (1940) y La Loba (1941) de William Wyler, sobre una obra de Lillian Hellmann o La extraña pasajera (1942), dirigida por Irving Rapper.
En la segunda mitad de la década de los 40 la actriz vio menguada su carrera al decantarse por la maternidad y su producción fue más escasa, hecho que también redujo su prestigio. Bette se casó en cuatro ocasiones. La primera con Harmon Nelson, entre 1932 y 1939, después en 1940 con Arthur Farnsworth, del que quedaría viuda en 1943.
El tercer esposo sería William Grant Sherry, con el cual contraería matrimonio en 1945 y se divorciaría 5 años después (padre de su hija Bárbara) y por último se casó con el actor Gary Merrill en un enlace que duraría 10 años, desde 1950 hasta 1960. Con Merrill coincidiría en Eva al desnudo (1950), Another Man's Poison (1951) y Phone call from a stranger (1952). En 1949, La Warner le dijo adiós sin ceremonia alguna y la mandó a la calle.
Todo cambió cuando una nueva y prodigiosa actuación bajo las órdenes de J. L. Mankiewicz en la película Eva al desnudo (1950), volvió a ponerla en primer plano cinematográfico. En el filme, la Davis da vida a Margo Channing, una formidable leyenda de los escenarios (un papel hecho a la medida) que se ve implicada en las siniestras maquinaciones de su perversa asistente, Eva Harrington (Anne Baxter) que con su rostro inocente oculta su mala intención. La cinta fue un gran éxito, con la posibilidad de ganar un tercer Oscar, sin embargo, el resto de la década no fue de muy buena suerte para la Davis y sus bonos bajaron tanto, que muchos creyeron su carrera terminada.
Como un fénix, de entre las cenizas
El inesperado resurgir de Bette se dio en 1962 cuando volvió a lucirse en el melodrama gótico dirigido por Robert Aldrich, ¿Qué fue de Baby Jane?, en donde compartía cartel con otra de las grandes actrices de la época dorada, Joan Crawford, con quien mantuvo una famosa y acérrima rivalidad por décadas. Su interpretación de la desquiciada ex estrella infantil Baby Jane Hudson, que prácticamente tiene secuestrada a su hermana inválida, Blanche (la Crawford), sometiéndola a torturas innombrables, se convirtió en un objeto de culto ardoroso, que hasta la fecha sigue vigente. La cinta le valió para reverdecer los laureles del éxito, seguida por Canción de Cuna para un Cadáver (1964) donde iba a repetir con su rival, pero la Crawford optó por fingirse enferma para escabullirse de la producción, siendo sustituida por Olivia DeHavilland. La novedad era aquí, que donde Bette interpretaba a una víctima, la otrora dulce ‘Miss Melanie’ daba vida a una cruel asesina.
Su periplo posterior fue más bien irregular, con una serie de cintas de terror (fue el máximo exponente del subgénero conocido como Psycho-Biddie, en que actrices ya pasadas de edad protagonizaban filmes truculentos) como La Niñera y El Aniversario, así como trabajos para la pequeña pantalla y culminando su carrera cinematográfica con la conmovedora Las ballenas de Agosto (1987), película dirigida por el cineasta inglés, Lindsay Anderson. En este film Bette estaba acompañada por la veterana Lillian Gish, mítica actriz que había sido musa en el periodo mudo de David W. Griffith.
A fines de los 80, Bette era una figura que había aprendido a sacarle partido a su personalidad de diva y se burlaba de sí misma en programas de TV. Una embolia la había dejado algo débil, así como el terrible golpe de ser traicionada por su hija Bárbara Merrill, quien, casada con un pastor evangélico, se había vuelto fanática religiosa y escribió un libro del estilo Mamita Querida, criticándola y acusándola de borracha y madre desobligada. La Davis contraatacó con una serie de entrevistas en las que probó que, hasta la publicación del libro, su hija y yerno vivían sostenidos por ella, económicamente: “¡esa es la razón por la que sigo trabajando a esta edad! ¡Para mantener a mi hija ingrata!” No hubo reconciliación posible y la actriz fallecería tristemente en la ciudad de París, el 6 de octubre de 1989, a cusa de un cáncer de mama, tras hacer su última aparición en pública fue en el Festival de San Sebastián de ese año, donde obtuvo el premio Donostia como reconocimiento a su brillante carrera, que es un legado permanente y memorable, para que se le siga rindiendo tributo como lo que fue: una de las mujeres más grandes que logró domar a la industria del cine.
Los Ojos de Bette Davis
A 100 años de su nacimiento, la figura más emblemática de la época dorada de Hollywood, sigue tan vigente como estuvo en vida. En la ocasión de su jubileo y por su impresionante carisma, así la recuerda MILENIO Semanal.
Miguel Cane
Nadie fumaba como Bette Davis.
Esa es la imagen primera que se conjura en la cabeza al verla aparecer en pantalla, con el infaltable cigarrillo entre los dedos y una espiral de humo que se eleva hacia el cielo. Pero antes, como un antifaz, oculta (y al mismo tiempo revela) su mirada. Esos ojos. ¡Qué ojos!
Nadie podría decir que Ruth Elizabeth Davis (o bien, Bette, pronúnciese Bet-ti, y no Bet, que le molestaba profundamente), nacida el 5 de abril de 1908, era una mujer hermosa, de hecho era convencionalmente feúcha, y sin embargo era imposible no mirarla cuando hacía su aparición y despegar la mirada de ella. Controlaba la cámara con absoluta naturalidad.
Donde Ingrid Bergman era una santa, luminosa y bellísima, Greta Garbo la diva inaccesible, Katharine Hepburn la presencia magistral, Joan Crawford la estrella por excelencia, Grace Kelly era literalmente una princesa, Ava Gardner el animal más bello del mundo, Anne Bancroft la irresistible seductora con quien todos perdimos la inocencia y Audrey Hepburn la novia con la que todo mundo soñaba, la Davis era algo completamente distinto: lo mismo era una mujer sin escrúpulos, que una mártir abnegada, una cómplice hilarante o un verdadero monstruo.
No recuerdo cuándo la vi por primera vez. No puedo recordar un tiempo en el que no estuviera consciente de que existía Bette Davis. Era sinónimo con una era de Hollywood, el de blanco y negro, con algunos brotes relampagueantes de Technicolor: la mujer más bragada que hubiéramos visto aparecer nunca antes. Era dura y a la vez vulnerable; compleja con sólo lanzar una mirada.
Comencé a apreciarla, siendo aún muy joven, al ver la cinta que fue un parteaguas en su carrera: la transición en sus roles maduros a su ocaso, que fue vibrante, en ¿Qué fue de Baby Jane? donde daba vida a la ex estrella infantil Baby Jane Hudson, a quien el peso de la culpabilidad, el fracaso, el olvido y el alcohol, la llevaron a volverse loca y homicida, a tener prácticamente secuestrada a su hermana inválida Blanche (nada menos que la Mamita Querida Crawford, a la que detestaba cordialmente y de quien siempre habló pestes, correspondida totalmente por aquella) sometiéndola a torturas monstruosas. Fue un trabajo memorable que la hizo redefinir su carrera, pero aún antes había dejado huella, por lo que, a manera de un detective amateur, me fui aventurando a sus trabajos anteriores, los que ayudarían a cimentar su leyenda.
Fue así que la descubrí como Margo Channing en Eva al desnudo, de 1950, que considero es su mejor película por mucho y que en cada visionado ofrece algo nuevo. Obra cumbre de Joseph Mankiewicz y considerada una de las más grandes obras maestras de la historia del cine, es una trama de intrigas teatrales ambientada en los escenarios de Broadway. La Channing es una mujer formidable, una actriz consumada, que sin percatarse, cae en las maquinaciones de la perversa Eva Harrington (Anne Baxter), quien con su rostro de no-rompo-un-plato, busca adueñarse de su carrera, su prestigio, sus amigos y hasta su hombre.
La Davis era un mito, el auténtico monstre sacré que marcaba pauta y daba cátedra de un modo sencillo. En la vida real, y existen entrevistas que lo demuestran, era lo mismo jovial que altanera, socarrona y desvergonzada. Nunca se apartaba de una buena bronca y se peleaba como los merititos machos. Fue capaz de cantar un alborotado ‘tuist’ en TV para promover Baby Jane y también de hablar sin tapujos de su lucha contra el cáncer de mama (que finalmente se la llevó, en 1989 a los 81 años, ya bastante mermadita) para recavar fondos para combatirlo. Sobrevivió a los tardíos y estúpidos reproches de su única hija, Bárbara Merrill (hoy conocida como BD Hymen) que escribió un libro al estilo de la escuela para hijos ingratos de Christina Crawford, aún estando viva su madre, quien, aunque entristecida, le espetó que hasta con eso seguía manteniéndola.
La Davis hizo una época y merece todo el respeto que se ganó a pulso. Recuerdo que cuando murió, alguien dijo “ah, si sólo era una pinche actriz gringa”. Y no. Podrá haber sido eso, pero era también mucho más. Fue una figura que supo plasmarse en una pantalla, sacudir las emociones de generaciones enteras y entregarse a cambio de casi nada, a un público veleidoso e inconstante. Si hoy viviera, tendría 100 años. Y seguramente tendría aún esa mirada desafiante, tal vez detrás de una mistificadora cortina de humo.