9 dic 2008

Corte y queda, Maestro Bergman

Miguel Cane





La noticia me toma por sorpresa, me desconcierta, me hace regresar dos veces al encabezado. Y de repente, para mi mayor desconcierto, descubro que sin poder evitarlo, lloro.

Ha muerto Ingmar Bergman.

Quizá a muchos, especialmente entre los más jóvenes, no les haga mayor mella el asunto. Pero para quienes aprendimos a querer su obra, a descubrirnos sin máscaras en sus imágenes, a mirar hacia adentro y hacia afuera, su pérdida es sentida. Y mucho.

Recuerdo, que siendo yo muy niño, mis padres fueron al cine a ver Fanny y Alexander (que sería, a la sazón, su último filme para cine; todo lo realizado post 1981 fue hecho para TV) y que mi madre regresó extasiada y conmovida por la experiencia. Recuerdo cómo describía la escena de la casa adornada para Navidad -- que no vi hasta muchos años después- y la maravilla de entramado, el juego de luces y sombras, la sensación de comunión con esa pérdida de la inocencia.

Así fue que supe quién era Ingmar Bergman y posteriormente, comencé a descubrir su obra que hoy queda como testimonial. Recuerdo haber oído decir, mucho después a algún adulto de mi entorno y que presuntamente era cinéfilo, que Bergman hacía un cine "esnob" (de esto se burla la mismísima Nacha Guevara '...voy al cine, sólo a ver cintas suecas/cuando voy al Nightclub, pido güisqui ¡a secas! chacachacachacachachá...') y que era 'muy difícil' acceder a su mundo extraño, neurótico y doloroso. Esto claro, dicho por gente que no gustaba de ir al cine "a sufrir" sino a "divertirse".





La primera vez que vi una película suya, fue precisamente la más difícil de todas: Persona (1966), con Bibi Andersson y la eximia Liv Ullmann -- de quien me enamoré en el acto.

Recuerdo que fue por televisión, en algún momento de 1987 u 88, cuando la Filmoteca de la UNAM transmitía ciclos de cine por el canal 9 de TV -- antes de que éste sucumbiera a transmitir exclusivamente mierda y telebasura-.

Me desvelé fascinado por los claroscuros, por el ritmo pausado y a la vez perturbador, las imágenes inconexas (sí, Persona es anti-cine, aún si es considerada entre las grandes joyas de la cinematografía, pero busca y consigue romper el molde narrativo, algo con lo que Bergman siempre, siempre, experimentó, aún en sus comedias de los años 50, o sus grandes dramas expresionistas --como El Séptimo Sello o El Silencio- o su ejemplo primoroso e inquietante del estridente melodrama gótico: La hora del lobo) y por las dos icónicas interpretaciones de ambas figuras: la Andersson como Alma, la enfermera, que habla y vibra con la alegría de vivir y descubrir al mundo, opuesta diametralmente a Elisabeth Vogler, la enigmática diva del escenario que prefiere guardar silencio y observar al mundo, ya sea deshaciéndose en llanto ante una masacre en Vietnam, o con una indescifrable media sonrisa, como de vampiro a punto de alimentarse, no con la sangre, sino con la vida misma de otro u otros.

A esta siguieron otras exploraciones por el mundo de Bergman. Siempre pude decir que me gustaba porque era verdad, que lo sentía cerca de mí, que aprendí a apreciar a sus personajes por lo que eran, por cómo se desarrollaban, por lo que sentían y sobre todo, cómo lo sentían, algunas veces desgarrándose por dentro igual que siente uno, sin poder siquiera gritar mientras el dolor del desamor nos traspasa, nos hace trizas.




Fue hasta hace relativamente poco, en 2003, que por fin pude ver Escenas de un matrimonio (1973) en su formato original, no como una película de dos horas cuarenta y cinco minutos [sí, la longitud de sus largometrajes es uno de los factores que hace que mucha gente diga "paso" nada más de oír lo que duran] sino como una especie de soap opera de seis episodios de cuarenta y nueve minutos cada uno -- tal y como se transmitió por la TV Sueca en su primer momento, redefiniendo lo que habían sido tanto su carrera como el mismo medio en ese momento.

¿Cómo era posible exhibir con tanta perfección, tanto dolor sin maquillaje las escenas de (la descomposición de) un matrimonio? Liv es Marianne, Erland Josephson es Johan y nosotros somos testigos de cómo se desmorona su preciosamente armado castillo de arena.

Bergman no hizo nunca concesiones ni compromisos: hizo un cinema libre donde otros sólo se atrevían a soñarlo; no sólo se conformó con aprender un oficio y perfeccionarlo hasta el punto de llegar al arte: Bergman hizo historia con su lente, con sus manos, con esa sórdida vendimia que es la memoria.




Su trabajo para narrar(nos) la vida con imágenes llego a trascender tanto que, sin que existiera esa maravilla de actrices conflagradas que es la inolvidable Gritos y susurros, o sin Cara a cara o sin El Mago, o Fresas silvestres. Incluso, sin El manantial de la doncella o ese formidable paroxismo que es el encontronazo entre la divina Liv y Santa Ingrid de los cinéfilos en la devastadora Sonata de otoño es imposible concebir una manera moderna de narrar; su influencia ha sido reconocida (¿Recuerdan Interiores, de Woody Allen --1978-? Él mismo ha dicho que es su modesto ramo de margaritas para Bergman) y no, pero permanece: Bergman marcó al cinema como sólo un puñado de realizadores pudieron hacerlo. La diferencia es que nunca necesitó vender su alma al demonio para hacerlo. Ingmar Bergman ya tenía sus propios demonios, muchas gracias, y los exorcizó cuantas veces fue necesario, en cada incursión que hacía en pantalla, casi siempre de la mano del maravilloso Sven Nyqvist como su ojo, el medio de su mirada inescrutable y a la vez profundamente escrutadora.

Obseso redomado de la condición humana, Bergman anunció en 1982 (a los 64 años entonces) que no iba a volver a hacer cine, pero sí hizo más realizaciones para la pequeña pantalla; lo que sería el colofón de su magnífica ouvre, es precisamente, una vuelta a un territorio familiar: se trata de una visita a personajes que ya conocimos antes: Saraband (2003) es una especie de secuela a Escenas de un matrimonio -- si bien hay algunas inconsistencias argumentales y anacronismos... pero quizá no le importó eso, sino el trasfondo-, con Marianne visitando a un ya muy ajado Johan, ambos al borde de la senectud, cuestionándose acerca de los senderos y decisiones que tomaron en la vida antes de encontrarse en ese mismo instante, en lo que sería un último rellano antes de terminar la escalera.

Bergman hace estas reflexiones no sin dulzura y también sin exentarlas de su propia angustia, tan arraigada en su manera de sentir y experimentar al mundo, como la pasión que transmitía. La película es una bonita despedida, en medio del bosque de su bienamada guarida en la isla de Färo, en la costa sueca, para dejarle al público una última mirada sobre ese divino rostro que tanto amó, Liv [tienen una hija, Linn, hoy novelista] y nos da esa mirada triste y tierna que recorre -- Nyqvist, claro- los rastros de la edad en la piel celestial, en los ojos expresivos, en la sonrisa pura pese al desencanto y el embate de los años.

Liv nos da una última mirada de fijo (ya no volverá a actuar y sin Ingmar, muchísimo menos) y Bergman se transubstancia en ella, un magnífico y sublime último acto de viejo amor revisitado (treinta y dos años después de romper) y se despide.




Se ha ido. Deja un legado magnífico no sólo de cine, sino también de libros: memorias, guiones, incluso discusiones sobre técnica y oficio. Deja su corazón desnudo y expuesto en cada una de las obras para ser visto por el mundo: por quienes le amaron y por aquellos que no, por los que se sorprenden al sacudírseles algo por dentro al asomarse a su trabajo y los que se creen menos idiotas por señalar que el Emperador camina sin ropas (aunque no por ello el Emperador deje de serlo y el idiota no pasa de serlo). No importa quién, no importa cómo.

Se apaga la luz de la linterna mágica. Parpadea la pantalla. Se hace disolvencia.

Pero en algún otro sitio, mientras los espectadores nos limpiamos las lágrimas y guardamos nuestra pérdida (sí, la sientes, no importa si nunca supo de tu existencia, ¿cómo evitarlo si uno siente?) como un origami doblado en el bolsillo, la proyección continúa en un programa de función contínua, a perpetuidad.

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