Miguel Cane
Uno de los errores más comunes que el público solía cometer al respecto de ella al verla en pantallas, cantando o actuando, era creerla francesa. Y no.
Jackie (como la llamaba todo el mundo, los que fuimos sus amigos, los que fueron sus alumnos y su familia, los que la quisimos mucho) nació nada menos que en Stratford-upon-Avon, pueblo natal de William Shakespeare, un 6 de noviembre, bajo el signo de Escorpión. Su nombre era Jacqueline Walters, pero cuando inició su carrera, a fines de los 60, decidió llevar el apellido Voltaire, inspirada por el seudónimo de François Marie Arouet, el célebre escritor y filósofo francés. El nombre le quedó como proverbial anillo al dedo.
Por trabajo de su padre, pasó sus primeros años en África y volvió a Londres cuando preadolescente. Su gran sueño era ser bailarina de ballet, pero debido a que ser muy alta (1.73 desde los catorce años), tuvo que cambiar de sendero. Esto la llevó a incursionar en el modelaje; así, se convirtió en maniquí para casas de moda europeas como Courrèges, Chanel y Givenchy, alternando en pasarelas con leyendas del oficio como Suzy Parker, Verushka, Jean Shrimpton y la mismísima Twiggy. Inquieta desde siempre, Jackie anhelaba algo más: “siempre quise hacer algo más que sólo ser una cara bonita. Quería estar ante un público, interpretar, actuar.” Para lograrlo, permaneció en París, alternando sesiones fotográficas y desfiles de moda, con presentaciones como parte del ballet del célebre cabaret Lido y el Moulin Rouge. Pronto, pasó de ser corista a bailarina principal y esto le atrajo contratos internacionales, uno de los cuáles la trajo a Las Vegas, a los 18 años, en 1967.
En Las Vegas, trabajó en el hoy desaparecido Stardust, donde se presentaban actos como Dean Martin y Frank Sinatra. Jackie bailaba y cantaba y tenía numerosos admiradores. Uno de ellos, le propuso matrimonio. “Tenía dos opciones,” me dijo en 1998 en una entrevista extensa para la desaparecida revista Top Model “casarme con este hombre, que era un empresario que me garantizaba un futuro económicamente privilegiado, pero que me alejaría de los escenarios, o tomar un contrato para hacer una gira de presentaciones por México, por seis semanas. Le dije a mi pretendiente que tomaría el contrato y que me esperara, mientras pensaba su proposición. Cuando llegué a México le llamé para decirle que no me casaría con él. Iba a cambiar mi vida, sí, pero de otra manera.”
Jackie llegó al DF en 1969 y el flechazo entre la rubia y esta ciudad fue instantáneo. Pronto comenzaron a llegarle las ofertas y así, en un abrir y cerrar de ojos y aún sin dominar el idioma (“tuve que aprender a hablarlo rápido para poder trabajar y leer los contratos”) se encontró trabajando al lado de figurones de la época como Cantinflas – en Un Quijote sin Mancha-, Silvia Pinal y Manolo Fábregas – La Hermana Trinquete-, Mauricio Garcés – Espérame en Siberia, vida mía, sobre una novela de Enrique Jardiel Poncela- y hasta Capulina – en El Rey de Acapulco-. Esto lo alternaba con temporadas en centros nocturnos como el Terraza Jardín o El Patio, donde cantaba en inglés y español y por supuesto, bailaba.
En 1973, Alejandro Jodorowski la incluyó con el simbólico rol de una turista en La Montaña Sagrada- y en 1983, formó parte del contingente de actores mexicanos que “extrearon” en la megaproducción de Dino DeLaurentiis de Dunas que dirigió David Lynch.
Jackie compaginaba su trabajo en cine, teatro (debutó con el musical Pippin al lado de Julissa) y televisión (más de treinta telenovelas), palenques y conciertos, con la otra constante en su vida: dar clases. Era asesora de imagen en Televisa y por sus manos pasaron centenas de alumnos a los que ayudó no sólo a verse mejor, si no a sentirse mejor consigo mismos, a aceptarse, a quererse.
Conocí a Jacqueline en 1997, cuando era un bisoño en estos menesteres de reportear la farándula. Nos caímos bien desde un principio. Nos “adoptamos” mutuamente; y es que eso era algo que Jackie hacía con la gente. Como su familia vivía en Inglaterra, se creó su familia aquí, a través de sus amigos, de la gente que la quiso. La que llamaba “su gente”. Y todos los que éramos, la queríamos mucho. Siempre fue solidaria y buena amiga. Mi familia la quería y ella siempre fue cariñosa con los míos. Cuando mi abuela María (con quien siempre tuvo simpatía y largas conversaciones) murió, estuvo con nosotros todo el tiempo. Me pesa no poder devolverle ahora el favor.
Hace un par de años, le detectaron cáncer. Lo tomó, como todos los golpes que tuvo en su vida (rupturas sentimentales, la muerte de sus padres): con gracia y serenidad. No lo reveló más que a amigos más cercanos, entre ellos Beatriz Calles, Oscar Macháin, que fue su compañero por más de quince años; Carol Miller y el marido de ésta, Tomás González, entre unos pocos. No se amilanó ante la inminencia de la muerte – sabíamos cómo iba a ser, mas no cuando- y aprovechó el tiempo trabajando incansablemente (hace poco participó en el estreno de Una Eva y Dos Patanes, el musical de Broadway y filmó una participación en La misma luna) y poniendo en orden todos sus asuntos. Dijo que si no había nada qué hacer para salvar su vida, iba a vivirla al máximo y eso hizo exactamente.
Es un poco irónico que, aunque bien querida dentro del medio artístico, los medios más o menos la ignorasen hasta el final de su vida, cuando se volvieron todos los ojos a los que calificaron los medios como su “dramática muerte”. Si había algo que Jacqueline Walters-Voltaire no tenía, era ser dramática. Era sencilla y directa. Generosa y amiga de sus amigos, leal a sus principios y entregada a sus acciones. Era cordial hasta con los dizque ‘admiradores’ vetarros y guarros que podían ocasionalmente faltarle al respeto; siempre se dio a sí misma su lugar como una dama. Le encantaba leer e ir y dar a fiestas – no se perdía una y era excelente anfitriona-. La última vez que nos vimos, fue antes que yo emigrara a otras tierras, en el jardín del Museo Dolores Olmedo. Estaba, como siempre, impecable, optimista, en paz. Era mi amiga y la voy a echar mucho de menos.
Los que la conocimos vamos a recordarla como una presencia luminosa, que nos quiso mucho a todos y a la que recordaremos como lo que era: una mujer cuya belleza interior ganaba de calle a la notable hermosura exterior.