26 jun 2009

Farrah & Jacko: Réquiem por dos leyendas

Miguel Cane

El pasado jueves 25 de junio, una generación entera – los que crecimos entre los años 70 y 80- fue sacudida por algo que quizás algunos consideran frívolo, que no por ello deja de señalar el fin de una era: las muertes, una tristemente esperada y la otra desconcertantemente súbita, de Farrah Fawcett y Michael Jackson, cada uno a su manera, auténticas figuras icónicas de la cultura popular (no sólo del espectáculo) que en su momento (e incluso ahora pese a su desaparición) encarnaron de modo concreto y global la noción de la celebridad mediática, radiante de carisma, que se las ingenió para dejar huella en la memoria colectiva.





Una rubia, un sarape y todo lo demás…
Aunque ya había debutado en cine en 1970 como rubilinda virgen de Hollywood en la joya del camp --¡basada en una novela de Gore Vidal!- Myra Breckinridge, la texana que nació llamándose Ferrah Leni Fawcett (su primer manager le cambió una vocal para que fuera más armónico) realmente alcanzó la fama hasta los 28 años, en 1976, cuando se incorporó al reparto de la serie de culto Los Ángeles de Charlie, junto con Jaclyn Smith y Kate Jackson. Como la sexy Jill Munroe, la Fawcett llegó, acompañada por los acordes del memorable tema compuesto por Henry Mancini, a millones de espectadores alrededor del mundo; así pasó de ser atractivo visual de relleno (y esposa de Lee Majors, entonces de moda como El Hombre Nuclear) a convertirse en genuina superstar.

Algo de culpa de esta repentina popularidad tendría aquella famosa foto publicada en la revista Life ese mismo año, que la mostraba luciendo su sonrisa deslumbrante y melena dorada con peinado característico (definió toda una época: millones de mujeres se peinaron igual por años) en todo su esplendor, con un traje de baño rojo en el que se ve claramente la ausencia de sostén, mas un colorido sarape de Saltillo a modo de ciclorama. La imagen no sólo fue el poster más vendido de la historia (¿cuántos no lo tuvieron en la pared de su habitación en la adolescencia setentera?): es la imagen primera de la fantasía sexual de millones en los cinco continentes en ese tiempo.




Inquieta y deseosa de trascender a su programa semanal, abandonó la serie en 1978 para incursionar en el cine, con poco éxito (¿recuerdan Alguien mató a su marido o Saturno 3? Ella trató de olvidarlas); sin embargo se mantuvo vigente no sólo gracias a su vida amorosa (flor de escándalo al abandonar a su marido para ser compañera durante muchos y borrascosos años, de Ryan O’Neal, con quien procreó a su único hijo, Redmond, hoy día un joven de vida difícil) sino también por el insólito segundo aire que tuvo su carrera cuando muchos ya la veían en la lona, al acercarse al teatro Off-Broadway y proyectos de prestigio en la pantalla chica como La cama ardiente – donde interpretaba con brutal realismo a una mujer golpeada que literalmente quema a su marido- y algunas miniseries biográficas basadas en las vidas de figuras como Barbara Hutton (heredera de la fortuna Woolworth), la fotógrafa Margaret Bourke-White y la cazadora de criminales nazis Beate Klarsfeld, mismas que le valieron nominaciones a premios Emmy y Globos de Oro. Su última participación de importancia en cine fue en El Evangelista, protagonizada y dirigida por Robert Duvall, por la que recibió los elogios de la crítica que durante décadas la habían eludido.

Desde que se le diagnosticó el cáncer colorectal que finalmente acabaría con su vida, en 2006, la Fawcett se avocó a hacer campaña para prevenir el mal y habló públicamente al respecto en distintos foros: su imagen de símbolo sexual pasó a segundo plano y se le reconoció como una mujer valerosa. Irónicamente, O’Neal le propuso (por enésima vez) matrimonio poco antes de su muerte y en esta ocasión, aceptó, aunque ya no tuvo tiempo para hacerlo. Aún sin proponérselo Farrah Fawcett se convirtió en la imagen de los 70 para todos los que los recuerdan – más aún que Richard Nixon, Bruce Lee o el mismísimo John Travolta- y su muerte, dolorosa y triste como fue, anuncia el final de un sueño, aunque se hubiera visto (injustamente) opacada ante los medios por la desaparición de otro personaje que quizá nos impacta más por su inmediatez en la referencia: Michael Jackson, apodado de modo general como ‘el rey del pop’.





Fuera de este mundo
¿Qué se podría escribir sobre Michael Jackson, que no se haya aludido, desglosado y/o examinado antes hasta el cansancio? Los rumores, las especulaciones, las verdades a medias y las mentiras descaradas: todo tal y como a él le gustaba, para establecer su propia imagen cada vez más distorsionada, ajena de la realidad y al mismo tiempo – al menos para sus fans, que se cuentan por millones- ostensiblemente mitológica. Y es que el propio Michael Jackson, el ‘baby’ de los Jackson 5 fue el arquitecto de su propia leyenda y su desconcertante conclusión, si la hubiera previsto, no le habría salido tan, pero tan bien: sale del ojo público del mundo como entró en él, de golpe, con un impacto notable y sin que nadie pueda detenerlo.

Habrá quienes lo vean con menosprecio o como un auténtico superfreak, a estas alturas del partido, pero no sería justo olvidar que si bien ya no era ese chicuelo con afro (y su nariz natural) que le cantaba a Ben la rata asesina, no sin ternura, y que enseñó al mundo que ABC es tan fácil como One-Two-Three, ni tampoco era ya ese joven y vibrante ídolo de las masas ochentenas que caracterizado de zombi (casi todo mundo tuvo su LP de Thriller, ¿a poco no?) ejecutaba espectaculares rutinas de baile con un guante enjoyado, se había ganado a pulso su lugar en el mundo como un grande.

¿Excéntrico inconsciente e irresponsable? Posiblemente. ¿Cínico pederasta impune? Muchos, millones, piensan eso. ¿Tópico sobreexpuesto? Lo más probable. Sin embargo, más allá de los tribunales, las alharacas, los hermanos parasíticos y envidiosos, los benevolentes ojos violeta de la Taylor, la boda y divorcio precipitados con Lisa-Marie Presley, el chimpancé Bubbles y los millones de dólares desperdiciados en vaya usted a saber qué cosa, el ‘Jacko’ llegó para quedarse y su deceso, de un presunto ataque cardiaco fulminante, a tan poco de ese muy acariciado y cacareado comeback, es el broche de oro ideal para que se le devuelva al trono que había visto lejano: ahora ya no habrá cosas feas que salpiquen con inmundicia y maledicencia (o al menos esto es lo que sus fans esperan, comparándolo ya como un fenómeno de la estatura de Elvis o del malogrado John Lennon) su prestigio obtenido a base de trabajo incansable y un talento natural que nadie le regatea: a los 50 años de edad, el Jackson más famoso se convierte en mito y si la gente habla, que así sea. Es exactamente lo que él, blanco o negro, máscara o niño del espacio atrapado en un mundo ajeno, habría anticipado… e incluso, tal vez gozado a más no poder. Toda prensa es al final buena prensa, y más cuando puede decirse ‘Yo soy leyenda’ sin faltar a la verdad.




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