No había otra como ella y siempre lo supo, desde que dejó de compartir pantalla con Roddy McDowall y la inefable Lassie, para ser la adolescente que irradiaba carisma en National Velvet, la historia de una chica y su poni: sus ojos violeta, las facciones clásicas, la melena ala de cuervo, capturaron el mundo. Ella nació —en abril de 1932— para ser estrella.
Hija de un matrimonio inglés mal avenido que emigró a América en pos de fortuna, tuvo en su madre siempre una mezcla de apoyo y presión que la lanzó a la fama muy pronto; haberse desarrollado rapidísimo, con figura despampanante, fue la llave que le permitió ascender en un parpadeo a ser la más grande estrella de su generación y la última gran leyenda del cine (ni Angelina Jolie le llega, señoras y señores) por derecho propio.
La mala racha que tuvo en sus matrimonios no significa que Elizabeth Rosamund Taylor Hilton Wilding Todd Fisher Burton-Burton Warner Fortensky no hubiera sido dichosa o que no conociera el amor; la cosa es que siempre quiso más, al saber que no era como las demás; lo mismo a los 18 años con el pobrecito niño rico Nicky Hilton (que la golpeó durante su luna de miel en Roma, situación de la que la salvó la oportuna intervención de Deborah Kerr, mientras rodaba Quo Vadis?, que literalmente la sacó de la suite nupcial con un ojo morado) que a los 60 con el obrero Larry Fortensky (se les rompió el amor, como decía la D’Alessio, de tanto usarlo). Y toda la admiración de sus fans (así, en plural) que la amaron tiernamente y le perdonaron todo: desde las malas películas (como la esperpéntica Cleopatra, que, por donde se le mire, es una bellísima calamidad) hasta haberle robado sin miramientos, prácticamente en las narices, el marido a su mejor amiga de la infancia (la dulce y sensible Debbie Reynolds, que a la larga aceptó que Liz le hizo un favor al quitarle a ese piojo llamado Eddie Fisher de encima y se reconciliaron ya maduritas), sin dejar de lado las borracheras, los berrinches elefantinos y los kilos de más.
La Taylor era, evidentemente, una fuerza de la naturaleza. Donde fijaba sus ojos violeta nada volvía a ser igual; y era mucho más valerosa de lo que la gente cree: hay que ver su trabajo en las dos cintas que hizo seguidas, basadas en obras de su íntima comadre Tennessee Williams: La gata sobre el tejado caliente (en la que su hermosura y temple opacaron al mismísimo Paul Newman) y De repente el verano pasado, donde ella y aquella cosa formidable conocida como Katharine Hepburn se pusieron al tú por tú frente a las cámaras y detrás de ellas se sonaron a Joe Mankiewicz por torturar al muy fregado Monty Clift. Cuando Dick filmaba La noche de la iguana en Puerto Vallarta en 1963, ella lo fue a visitar y juntos agarraban pedales sensacionales con John Huston, Ava Gardner y Gabriel Figueroa (la Kerr nomás se tapaba los ojitos con las manos) y armaban la pachanga. De día se la podía ver jugando a las cuicas con la chamacada del pueblito y comiendo tlacoyos. Le gustó tanto el lugar, que una casa se compraron ahí en Mismaloya. Hay que reconocerle que ninguna actriz de su estatus se atrevería a engordar veinte kilos de golpe y mantenerse ebria durante un rodaje (si eso no es el método, yo no sé qué es), como hizo para interpretar a la enormísima Martha en ¿Quién le teme a Virginia Woolf? (1966), donde ella y Burton —el más grande amor de su vida después de las piedras preciosas y sus hijos— le dieron la vuelta a su imagen chic de “Liz y Dick” (es imposible pensar en el zeitgeist de la década de los sesenta sin ese elemento) para mostrarse como dos criaturas heridas, descarnadas y brutales: que sólo ella obtuviera un Oscar por ese trabajo es una gran injusticia.
Adicta a los chocolates y a muchas otras cosas, entre ellas la atención y el amor de su público, la Taylor deja huella indeleble. No sólo era la diosa que todos conocen, también fue, desde los años 80, una incansable luchadora en la lucha contra el VIH/sida. Tras perder a numerosos amigos muy queridos, como Rock Hudson, y a su nuera, Aileen Ghetty, la Liz trabajó de manera incansable para reunir fondos para la investigación, algo que nadie le agradecerá los suficiente. Ya no hay estrellas como ella; es la última de su clase. Por eso nos regaló su vida en celuloide: testimonio fiel de su existencia.