7 dic 2009

John Cassavetes, el abuelo del cine independiente

En los 60 y 70 John Cassavetes fue motor del cine independiente. Hoy muchos “directores alternativos” no lo saben pero le deben la libertad… y el éxito.

Francisco Peña


“Paramount está a una pulgada de donde la queremos y, de repente, Universal está interesada también. Voy a dinamitar esta ciudad y vamos a estar en Beverly Hills con una alberca, jardín y todo el circo, y los niños también, Ro. Palabra de scout. Ahora tengo que correr y hacerme famoso”. Esta es una de las frases más famosas de John Cassavetes.

Sí, una de sus frases más conocidas… como actor. Nada más alejado de su carrera como director y de su vida personal. Hollywood y las grandes productoras nunca fueron las metas de John Cassavetes sino todo lo contrario: Nueva York, producciones pequeñas, películas personales y una fama ganada a pulso como cineasta creativo e independiente. La frase la recuerdan muchos porque describe perfectamente quien es Guy Woodhouse, el egoísta, manipulador, cínico, ambicioso y finalmente satánico marido de Rosemary (Mia Farrow) en El Bebé de Rosemary/La semilla del diablo (Polanski, 1968, -y aquí Miguel Cane se pone de pie), actuado por Cassavetes en una de sus interpretaciones de culto.


La huella que dejó como director es muy diferente. A 80 años de su nacimiento, el 9 de diciembre de 1929, y a 20 de su muerte en 1989, Cassavetes es una deidad fílmica para estudiantes de cine y cinéfilos de corazón que se apartan de la forma hollywoodense de hacer películas. Para ellos es el creador de dramas desafiantes casi improvisados, de aristas poco pulidas, que en momentos rompen la ilusión de realidad para declarar “soy sólo una película”; cintas en donde la realidad se sirve al espectador como carne tártara: cruda, no para paladares empantanados en el cinebasura. Fue un clásico director rebelde, que sólo pisaba los grandes estudios cuando filmaba como actor para ganar dinero y pagar las cuentas. Fue el iconoclasta que, junto con su esposa y actriz principal Gena Rowlands, se endeudó varias veces al grado de hipotecar su casa para terminar sus películas.

Sus cintas más conocidas como Maridos (1970), Minnie y Moskowitz (1971), Una mujer bajo influencia (1974) o Gloria (1980) eran amadas u odiadas en Estados Unidos, pero aplaudidas en Europa y algunas eran invitadas imprescindibles en las primeras ediciones de la Muestra Internacional de Cine. En todas hay varios hilos temáticos presentes, pero uno de los más subterráneos e importantes es el de la mortalidad, el juego entre vida y muerte. En medio de alguna secuencia sus personajes de pronto descubren que la vida es corta y frágil, que todo ser humano tiene encima una sentencia de muerte. Cassavetes siempre pensó que esta era una de las fuentes más interesantes del drama.


Relacionaba el binomio Vida-Muerte con su trabajo como director de cine. “Creo que estoy influenciado por el hecho de que, cuando haces películas, todos los que trabajamos en el cine lo hacemos como si fuera la última vez, la última película, como si ya no hubiera otra. Creo que mis personajes están influenciados por esto, cuando los escribo, cuando los dirijo. Es la última vez, aunque quizás viviremos, pero no tenemos otra alternativa. Creo que sientes más la mortalidad cuando estás más vivo porque es cuando no quieres que te pase algo. Cuando estás deprimido no te importa mucho la muerte. Pero si estas pasando por un momento maravilloso, si estás sintiendo la vida y la disfrutas mucho, entonces te preocupas. Es como un hombre rico que teme ser robado. A un pobre no le importa tanto que lo roben…”, comentó el director unos años antes de su muerte.

En el fondo, Cassavetes era un amante de la vida y del cine por lo que arriesgaba todo en sus producciones como lo haría un jugador en Las Vegas con tal de triunfar –y ver su película terminada justo como él quería. Esa vitalidad innata lo llevó a oponerse al cine clásico de Hollywood e impulsar una forma más libre de hacer cine. Un ejemplo fue como inició el financiamiento de su primera cinta, Sombras (1959). Ya era un actor conocido cuando decidió ir a un programa de radio para pedirle al público que lo ayudara a filmar mandándole sólo un dólar. “Al día siguiente llegaron siete mil, en billetes de a dólar, y otras gentes trajeron equipo. Era un milagro, así que teníamos que hacer la película”, comentó en una entrevista. Pero no fue el único caso. Para rodar Caras (Faces, 1968) invirtió sus salarios actorales de Doce del patíbulo (Dirty dozen, 1968, nominado al Oscar) y El bebé de Rosemary. Pero no todas sus innovaciones se referían al dinero. Aunque escribía los guiones y diálogos de sus cintas, en el momento de rodar (por ejemplo, Gloria, 1980) permitía que sus actores improvisaran el tono y la pronunciación, rompía la ilusión del público al dejar que se viera el boom para captar el sonido o movía la cámara desaforando para ver que las paredes eran paneles de madera.


Todo motivado por su amor a la vida, al cine y su desapego de Hollywood, al que de joven criticó con acidez: “¿Por qué no hacen cosas excitantes, innovadoras? ¿Por qué siguen haciendo esas películas aburridas que ya se han hecho tantas y tantas veces, y siguen diciendo que son maravillosas? Es una mentira. No son excitantes. Lo excitante es experimentar”, señaló en alguna ocasión. Por eso lo aman los estudiantes de cine y los cinéfilos de mente abierta: sus películas no son “cómo deberían ser”. Cassavetes hizo su cine de una forma totalmente diferente al que estaban acostumbrados.

Hoy existen directores jóvenes que abjuran de sus métodos, lo desconocen o de plano se burlan de su obra. En su ignorancia y/o soberbia olvidan que Cassavetes no jugaba con guiños infantiles a los espectadores sino que mostraba realidades. El abuelito del cine independiente era ante todo honesto con la vida y su cine. Así consiguió su libertad creativa y esa es su gran herencia, herencia que varios de sus “nietos alternativos” venden hoy por un plato de lentejas hollywoodenses.



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